Programaba viajes que sabía que nunca iba a poder realizar. Lo hacía con esmero y cuidando hasta el último detalle. De haber sido alguien o, como ella diría, de haber tenido un poco de suerte, se podría haber ganado la vida como guía de viajes organizados.

Como un ritual, cada día pasaba por las agencias de viajes que se encontraba por el camino cuando regresaba de cumplir con su jornada laboral. Recogía catálogos de los lugares más exóticos del planeta y se los llevaba a casa. Allí completaba la información buscándola por internet. Navegaba en busca de los sitios más recónditos, especiales por su naturaleza agreste y salvaje donde, además de maravillarse con los paisajes, se pudiera caminar, escalar, saltar, volar o realizar cualquier actividad no exenta de riesgo. Se sumergía en las ciudades más bellas por su arquitectura, sus monumentos y museos o simplemente por las formas de sus calles. Le maravillaba la mezcla de lo antiguo con los edificios más modernos.

Todos los emplazamientos tenían que tener personalidad, esa que sólo se adquiere con una larga historia detrás, labrada con la sangre de todas las personas que por allí han ido dejando su recuerdos, sus anhelos frustrados, sus pasiones, su odios y sus alegrías; su amor y sus sufrimientos …y donde los espíritus continuaban transitando libremente. En esos lugares es donde los más viejos cuentan historias increíbles que le dan una dimensión mucho más elevada y enriquecedora a cualquier viaje. No soportaba las urbes nuevas, nacidas al amparo del dinero y fruto de un diseño hecho sobre una mesa, con tiralíneas, escuadras y compases. Le gustaban las ciudades con requiebros, donde sus calles son un larguísimo laberinto por donde discurre, como corriente sanguínea, la vida anónima de sus moradores.

Cuando confeccionaba un itinerario era tan detallista que al final se elaboraba un catálogo propio con fotos impresionantes que se encontraba por la red. Lo encuadernaba y lo guardada hasta que llegara el momero de mostrárselo a alguien como recuerdo de un viaje que sólo existió en sus imaginación. Lo narraba con tanta intensidad y realismo que nadie lo ponía en duda.

En las agencias de viajes ya la conocían y era tan amable y lo vivía de forma tan verdadera y positiva que no se atrevían a contradecirla ni despertarla de ese sueño obsesivo. «No le hace daño a nadie», decían. Le daban todo lo que que quería: los mejores catálogos y las últimas novedades siempre eran primero para ella. Era más agradecida que la mayoría de sus clientes y cuando relataba cómo había transcurrido el viaje daba tantos detalles que al final aconsejaba a los empleados sobre qué ruta, qué ciudades y monumentos visitar; dónde comer, dónde dormir y cómo compaginar cultura y ocio. Como eran tantas cosas las que enumeraba , al final todo lo resolvía al revés: diciendo aquello que no se podía dejar de hacer de ninguna de las maneras. Escuchándola nadie podía pensar que no hubiera cogido nunca un avión y que no hubiera estado en aquellos lugares que con tanta precisión describía, tanto era así que un pintor hubiera podido plasmar, sin haberlo visto, el más bello de los paisajes.

Todo el tiempo libre de que disponía lo utilizaba para organizar un nuevo viaje . Eran tantos que repetía países y destinos, pero nunca recorrido.

Más de una noche se había despertado sobresalta viviendo una impresionante aventura y confundiendo el sueño con la realidad. Hasta que no encendía la luz y veía las cuatro paredes de los escasos seis metros de su habitación, no regresaba a su miserable vida. Si no hubiera estado sola, le habrían podido explicar que gritaba, que lloraba y que daba manotazos al aire. Que reía a carcajadas y acto seguido recitaba un poema triste…Cuando despertaba lo hacía totalmente empapada de sudor, aunque en el sueño era consecuencia de la humedad de la selva amazónica.

Aquel día notaba como la vida se le escapaba a pesar de mantener todos los orificios de su cuerpo cerrados. Se encontraba buceando por los cenotes de la Riviera Maya, recorriendo sus cavernas, cuando de repente notó que no le entraba oxígeno. No sabía si le fallaba el regulador o la botella. Se encontraba lejos de la superficie atravesando una de las cavernas más largas. Los nervios afloraron y con ello la dificultad para pensar. Empezó a dar vueltas sobre sí misma perdiendo la orientación: no sabía por dónde había entrado ni por dónde seguir. Por arriba las estalactitas amenazantes, por debajo: la oscuridad. Notaba como discurría lentamente el rió subterráneo. Pensó en dejarse llevar por esa corriente, pero tenía dudas si con ello se adentraba más en la cueva o, por el contrario, la llevaría hacía la salida. Pasaban los segundos que parecían minutos y con el primer minuto pensó que llevaba una hora. Ni siquiera podía repasar su vida como siempre había leído que hacían los que veían como la muerte se les acercaba. Le entró pánico, que es como cuando un avión entra en barrena. Pensó que ahora era el momento de despertar, que ya había llegado al límite. Esperaba reencontrarse con las solitarias paredes de su habitación… pero nunca despertó.

Al entierro acudieron la mayoría de los empleados de las agencias de viajes de la ciudad con un gran sentimiento de culpa. Nada ni nadie podía reconfortarlos. Unas semanas antes habían hecho un colecta para regalarle el viaje de su vida a la mujer que más se lo merecía. Se acababa de jubilar y habían decidido homenajearla con un inolvidable viaje construido a partir de sus numerosos itinerarios soñados. En ellos nunca había contemplado la posibilidad de no regresar.

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