Aquel día la noche le cayó encima sin darse cuenta. Caminó sin descanso desde bien temprano con la intención de hacerse con una buena lista de pedidos. Amaneció con el cielo despejado y así siguió hasta que sobrevino la oscuridad sin ser anunciada por el crepúsculo.
Estaba tan absorto en su tarea que no fue consciente de lo mucho que se había alejado de las zonas habitadas. El sol le había golpeado con fuerza mientras estuvo visible. Hasta que no notó su ausencia no comprobó los efectos que andar todo el día bajo él le habían dejado en su cuerpo. Estaba fatigado y sediento. Tenía la boca seca por la falta del líquido elemento y de tanto hablar.
Se sentó en un banco. Sacó la libreta del maletín y contó los pedidos. Sonrió satisfecho. Se encendió la luz del porche de la casita que tenía justo detrás. Era pequeña y coqueta. La zona estaba llena de viviendas unifamiliares casi todas iguales. Parecían clonadas. Se distribuían simétricamente de dos en dos. La que ahora tenía frente a él era diferente. Más vieja. Era como una casita Victoriana en miniatura. Desentonaba totalmente en el entorno. Decidió que sería la última visita del día. Con un poco de suerte allí le podrían dar una baso de agua y dejarlo llamar a un taxi.
Golpeó con energía tres veces. Nadie contestó. Repitió la operación y la puerta cedió abriéndose lentamente. Mientras lo hacía emitía un chirrido que le puso los pelos de punta. Se adentró con prudencia esperando encontrar a alguien detrás de ella. «Quizá sea un niño y por eso no lo veo», pensó. Ya le había ocurrido en otras ocasiones. Con todo el cuerpo dentro del recibidor se dio cuenta que sudaba y esta vez no era por culpa del astro rey.
—¡Buenas noches! Suba, suba.
Alzó la vista y al final de una escalera empinada se encontraba una mujer que le hacía señas para que subiera. De repente se quedó paralizado. Los ojos se le abrieron como platos y dejó caer el maletín que llevaba.
La mujer que lo esperaba solo vestía un salto de cama de color negro con transparencias. Intentó tragar saliva pero no pudo generarla, así que se tuvo que conformar con carraspear.
—Buenas noches señora. Ya sé que quizá sea un poco tarde…
—¡No le escucho! Haga el favor de subir.
Aunque turbado, no pudo evitar volver a mirarla, fijándose en los pocos detalles que desde esa distancia podía apreciar. Pero su mente ya había compensado esa carencia añadiendo imaginación. Quiso convencerse de que se trataba de una mujer de mediana edad, tremendamente atractiva y con una curvas que apenas podían esconder la diminuta prenda que llevaba. Se fijó en los zapatos de tacón de aguja que llevaba y se preguntaba quién se atrevería a salir a la calle así. Pronto se daría cuenta que no era esa la intención de la anfitriona.
Comenzó a ascender torpemente mientras notaba como el corazón luchaba por salir de su cavidad. Golpeaba tan fuerte que casi podía tocarlo con las manos. Como hipnotizado prosiguió con la inspección. Recorrió con la mirada cada centímetro de sus piernas. Sobrepasadas la rodillas imaginó que al final de aquellos muslos estaría la joya de la corona protegida por unas sensuales braguitas que harían juego con el picardías. Una huérfana ráfaga de viento entró por la puerta haciendo que la falda del cortísimo camisón alzara el vuelo.
En ese momento tropezó y se dio bruces contra los escalones. Ella acudió a auxiliarlo. Se agachó para ayudarlo a incorporarse. Vicente levantó la cabeza y se encontró de lleno con un paraíso que confirmaba sus pensamientos y del que no se pudo desprender por el resto de sus días. Ni siquiera ahora, mientras se lo explicaba a su superior, podía evitar excitarse.
—¡Pero sigue, sigue! No te pares ahora. No me dejes así…
—«Necesito un vaso de agua»
—Yo te traigo uno de vino que será más emocionante —se apresuró a contestar su jefe.
—No me ha entendido. El vaso de agua se lo pedí a ella.
Sin recordar cómo, Vicente se encontró empotrado en el sofá de lo que supuso que era la sala de estar. Era tan bajo y desvencijado que las rodillas le quedaban casi a la altura de los ojos. Era imposible incorporarse sin ayuda. Hubiera estado más cómodo sentado en el suelo. Una solitaria lámpara con la pantalla de un desgastado color rojo era la única fuente de luz. Estaba sobre uno de los pocos muebles que se podían vislumbrar en aquella penumbra de burdel.
—Disculpe usted. No quería molestarla a estar horas.
—No me molestas. Agradezco tu visita.
—Tengo la garganta seca. ¿No podría darme un vaso de agua?
—¿Y tú, qué me vas a dar?
—Verá, soy vendedor de libros…
—Crees que voy vestida para leer algún libro.
Nada más decir esto, la mujer se aproximó a Vicente tanto que casi le puso los pechos en bandeja. Aquella visión lo volvió a perturbar de tal manera que le provocó otro intento fallido por tragar saliva. Este fue doloroso y se notaba la garganta totalmente irritada.
—No sé adónde iba usted o qué pretendía hacer. No tenía intención de interrumpirla. Pero necesito beber un poco de agua…
—¿Qué estás insinuando? !Soy una señora!
—Verá. No quería ofenderla. Pero si hablamos de insinuación…
—Quizá tú seas uno de esos…
—…De esos que tienen sed. Sí.
—Me refería de esos a los que les gustan los hombres .
—¡Noooo!
—¿No te gusta lo que ves?
—¡No se puede imaginar lo que me gusta! Por eso necesito agua, para no desfallecer. No quiero perderme esta visión.
—No tengo.
—¿No tiene agua?
—No tengo dinero.
—¿Cómo dice?
—Para comprarte libros.
—No se preocupe por ello. Yo se los regalo todos, pero por el el amor de Dios, deme un vaso de agua.
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