Caminaba con el sol en todo lo alto. Cenital. Lo deduje porque no localizaba mi sombra. Estaba acostumbrado a perseguirla para evitar que su anticipada presencia anunciase mis intenciones. Siempre desbarataba mis planes por ese pequeño detalle. Por eso decidí que solo trabajaría de noche. No lo hice solo para ocultarme mejor aprovechando la oscuridad. Lo hice para perder de vista a mi indeseable sombra.

En una ocasión me encargaron un trabajo urgente. Tenía que ejecutarse en menos de dos horas y no disponía de tiempo para organizarme. En mi profesión, la preparación y el estudio previo de todos los elementos que intervenían en la tarea, era siempre vital. Por ello detestaba improvisar.  Me provocaba un terrible dolor de cabeza que me impedía pensar con claridad. Esa situación entrañaba más riesgo que nadar en un río repleto de cocodrilos a dieta.

Enseguida comprendí que no podía rechazar el encargo porque se trataba de uno de mis mejores clientes. Este acumulaba numerosos enemigos, pero todavía tenía más amigos que le estorbaban. Así que no le faltaban motivos para solicitar mis servicios.

Yo era un hombre de pocas palabras. No hablaba mucho, ni con los clientes y por supuesto tampoco con la víctimas. Nunca entendí por qué en las películas el asesino siempre se demoraba tanto en disparar. Por qué se recreaba en la ejecución sin ninguna necesidad. En la realidad todo era muy distinto. Era asombrosamente sencillo segar la vida de alguien con el que no mantenías ningún vínculo emocional. Por ello la primera norma consistía en evitarlo. La localizabas, estudiabas sus movimientos,  esperabas el momento adecuado y apretabas el gatillo. Había que cogerla desprevenida porque el factor sorpresa siempre jugaba a tu favor. Era indispensable. La víctima no se merecía sufrir gratuitamente puesto que se le privaba de un último pensamiento y se le condenaba a un traspaso anticipado sin derecho a despedirse. Para el profesional de la muerte no era importante mirarle a lo ojos ni saber su última reacción. No existía odio ni venganza. Tampoco compasión, ni arrepentimiento. Procedías y asunto finiquitado. A por el siguiente.

Acepté el cometido a regañadientes. Pronto situé a la persona beneficiaria de mis servicios. La seguía a un distancia que se me antojaba demasiado prudente. Pero estaba preocupado por mi sombra. Allí estaba, más alargada que nunca delante de mí. Se me agotaba el tiempo y ella seguía sin disminuir. El sol se empecinaba en su lenta ascensión. Aceleré para ganar unos metros y pude distinguir la larga melena rubia de la mujer que tenía que liquidar. Su caminar era garboso y elegante. Sus largas piernas le permitían andar muy deprisa dando menos zancadas que yo.  Me sorprendí con esos pensamientos. «¿Qué cojones haces, Bob?», me preguntaba. «Eres un profesional, te importa una mierda si es rubia o morena, si es alta o baja o si hoy se lleva bragas blancas o negras. Es un objetivo», me contestaba acto seguido.

No sabía rezar, pero invocaba al destino o a las fuerzas de la naturaleza para que la mujer modificara su trayectoria y así mi sombra pudiera quedar postergada a mi espalda o en el peor de los casos a mi lado. Si seguía allí delante llegaría antes que yo y las probabilidades de fracasar eran muy elevadas. Claro que tenerla junto a mí tampoco era muy deseable. Cuando eso sucedía, se atrevía a mirarme directamente a los ojos y su autoestima crecía tanto que llegaba a creerse que era yo. Me miraba desafiante como diciendo: «no te atrevas a ignorarme». Con mi sombra sí hablaba mucho. La mayoría de las veces se trataban de discusiones muy desagradables. Siempre ganaba ella.

Estaba a menos de diez metros, casi podía oler su perfume. El corazón comenzaba a bombear más deprisa. Eso activaba mi determinación. Tendría que ser muy rápido en esta ocasión para evitar que el lapso de tiempo entre que llega mi sombra y mi cuerpo, desvelara mi presencia. Siempre disparaba a bocajarro y por la espalda para asegurarme el éxito y economizar proyectiles. Utilizaba silenciador. La mujer ya pisaba mi sombra. Yo empuñaba el arma y apuntaba a la nuca. Un repentino reflejo me deslumbró y ese segundo fue suficiente para que ella se diera media vuelta. No gritó. Me miró desconcertada. No pude evitar verme reflejado en sus enormes ojos azules. El brazo me pesaba más que nunca. Sentía los músculos agarrotados. Aunque seguía apuntándole, ella mantenía la serenidad. No parecía tener miedo. En cambio, los temblores sustituían la rigidez de mi cuerpo. No pude sostener el arma y la guardé.

—¿Te manda mi marido?

—¿Quieres un café?

—Creo que lo que necesitas es una tila. Estás temblando.

—Lo siento. Lo sé, es poco profesional. Pero es por culpa de esta maldita mala sombra.

—Pues que venga ella también.

Mientras notaba como el sol abrasaba mi cabeza huérfana de cabello, pensaba en lo cerca que estuve de asesinar a la que hoy en día es mi mujer. Quizá fue la única vez que agradecí a mi sombra que fuera un incordio y que me delatara. Sigo en el oficio aunque tuve que cancelar de forma expeditiva la relación mercantil  con mi cliente principal. Ahora tengo un socio con el que me acuesto cada noche cuando no estoy trabajando. Aunque descubrí que a esta hora del día también era posible burlar a mi sombra, sigo prefiriendo la oscuridad porque me permite más tiempo de libertad.