El día no podía ser más desapacible. Llovía a cántaros y las previsiones no eran nada esperanzadoras. Era el día perfecto para quedarse en casa y dejarse arrastrar por la melancolía. El sonido de las gotas golpeando sobre los cristales y la barandilla metálica de su balcón lo relajaba tanto que lo sumergía en una prolongada somnolencia. Vegetaba durante horas y se abrazaba a la modorra escuchando (porque no podía abrir los ojos) lo que por la televisión emitían. Lo sacó del trance el desagradable sonido del teléfono móvil. Tenía como melodía el zumbido de los antiguos aparatos porque le costaba desprenderse de las cosas tradicionales o como le decía su compañero mucho más joven que él: “Estás hecho un carcamal”. Era su día libre y le puso de muy mal humor tener que contestar.

Cubierto con una gabardina roñosa de color gris, homenaje a Colombo (una serie de policías de los años setenta), penetró en la cortina de agua que le aguardaba al salir del portal. La temperatura no era muy baja, pero sabía que la humedad se introduciría en su cuerpo sin pedir permiso. Éste arrastraba tantos años de maltrato que ya no tenía fuerzas suficientes para expulsarla, así que sabía que se pasaría el resto del día tiritando de frío. El paraguas era incapaz de repeler tanta agua y se filtraba por las viejas costuras. Mientras sorteaba charcos sin éxito, blasfemaba en voz alta como tenía costumbre, pero esta vez nadie le escuchaba porque no corría ni un alma por la calle.

La llamada que había recibido era del capitán que lo envió a un evento donde, según un chivatazo, se podía estar preparando algo gordo.

—¿Cómo de gordo?

—Muy gordo. Usted es el mejor sabueso que tengo, vaya a indagar.

“¡Muy gordo, muy gordo! La madre que lo parió. Éste me quiere joder la jubilación”. Siguió despotricando hasta llegar a la dirección que le había indicado.

Visto desde fuera el lugar no llamaba la atención. Se trataba de una especie de cafetería antigua sin ningún atractivo exterior que la hiciera acreedora de largas colas para acceder como sí sucedía con los locales de moda del centro de la ciudad. A él le pareció un tugurio como los que acostumbraba a visitar las noches de soledad insoportable, aquellas en las que buscaba el amor forzado con parné.

Con los pies empapados, se adentró pensando más en refugiarse que en investigar. La sorpresa se la llevó al comprobar que el local estaba lleno a rebosar. Había gente de todas las edades y condición que departían unos con otros formando pequeños grupos. Reían, se abrazaban y brindaban con vino. Le hizo gracia esa contradicción pues al entrar pasó bajo un letrero que ponía Champañería. También le llamó la atención la decoración. Estaba repleto de muebles viejos, antigüedades y un sinfín de libros. Para nada parecía un bar y mucho menos una coctelería. Aparentemente todo era normal y aquella gente no tenían el aspecto de los sospechosos habituales.  

Se dirigió al único que, aparentemente, no estaba de juerga. Éste estaba dando instrucciones en todo momento sin perder el control. Se trataba de un tipo alto, delgado y con aire despistado.  

—Buenos días, soy el Inspector Mendoza, ¿Me podría decir qué está sucediendo aquí?

—Disculpe usted señor policía, pero ahora mismo no lo puedo atender. Mi compañero, aquel que lleva la cámara fotográfica, le prestará atención gustosamente.

Se lo dijo de una forma tan elegante que Mendoza pasó por alto el haber sido ignorado. El hombre que portaba la cámara colgando del cuello había observado toda la escena y no se sorprendió cuando el inspector se acercó y le preguntó:

—¿Me va ha explicar qué carajos están haciendo aquí con el día de perros que está haciendo?

—Y usted es…

—El inspector Mendoza, de la comisaría central.

—¿Hemos hecho algo malo?

—Las preguntas las hago yo.

—¿Quiénes son ustedes?

—Unos amigos que nos hemos reunido aquí para disfrutar de la lectura.

—Sí claro, ya lo veo. Lo mejor es ponerse hasta arriba de vino antes de leer. ¿Me está tomando el pelo?

—No señor. Nunca bromeo con eso porque como puede comprobar yo ando también escaso.

—Es usted muy gracioso.

—Sólo a veces. Pero no pretendía ofenderle estamos de fiesta

—¿Se conocen todos?

—La verdad es que no. Y los que sí, muy poco.

—Explíqueme eso.

—Venimos de distintos puntos de la geografía española. Unos cuantos nos conocemos por las redes sociales y con otros es la primera vez que nos vemos. Todos tenemos en común el amor por los libros y el placer por escribir.

—Parecen excesivamente contentos.

—Nos queremos mucho. Nos gusta besarnos, abrazarnos, dedicarnos halagos continuamente y desearnos buenos deseos como si no hubiera un mañana.

—Son ustedes un poco raros.

—Bueno, yo diría que somos un grupo muy variopinto.

El policía no sabía si le estaban tomando el pelo o se trataba de una broma de sus compañeros de trabajo. Miraba continuamente por los rincones de aquel espacio en busca de alguna cámara oculta con la que se estarían partiendo el culo en la comisaría. «No pueden ser tan crueles». Le quedaba pocos meses para jubilarse y era víctima de todo tipo de guasas. Nadie se imaginaba a Rigoberto Mendoza en otra situación que no fuera la de perseguir el crimen con sus peculiares y trasnochados métodos.

Paseó la mirada con más calma y pudo observar diferentes escenas. La mayoría cargadas de una alegría desbordada que a él le parecía exagerada porque no estaba acostumbrado a esas muestras públicas de cariño. Unas mujeres muy elegantes y con suficiente experiencia acumulada sobre sus cuerpos, se comportaban como adolescentes, dando saltos de alegría, abrazándose con todo el mundo y repartiendo besos. El fotógrafo no quería perder detalle, pero eran tantos los momentos especiales que andaba frenético. En otro rincón veía a diversas personas  portando un libro en la mano y reclamando que alguien se los firmara. Los más jóvenes se había hecho un hueco en la barra y compartía anécdotas y recuerdos con unas cervezas en la mano. Habían algunas familias enteras que disfrutaban de todo aquello como si se tratara de un día de feria. En el centro de la sala el hombre de aspecto despistado parecía pelearse con un ordenador que no funcionaba. Otros iban y venían sin rumbo aparente, pero siempre con una amplia sonrisa en la boca. No dejaba de entrar gente y no tardó en bloquearse la entrada. Todo estaba amenizado con las notas de un piano que tenía fuera de su visión.  Afuera seguía lloviendo pero no parecía importarle a nadie. Los más listos ya se habían aposentado a la espera de que comenzara algo, pero Mendoza todavía no sabía el qué.

—¿Todavía no me ha dicho qué hacen aquí? —se interpuso en el camino de tipo de la cámara.

—Hemos venido para la presentación de un libro.

—¿Y para eso han elegido el peor día del año?

—No nos importa. Hay tanta ilusión flotando en el ambiente…

—¿Y de quién es el libro?

—De muchos autores. Es una recopilación de relatos. Muchos de ellos están aquí…

—¿Y cómo se se titula?

—«El año que escribimos peligrosamente».

Mendoza se quedó pensativo otra vez al escuchar el título. No pudo evitar pensar que se trataba otra vez de una broma pesada de sus compañeros. «¡Qué graciosos!»

—Entonces… ¿Aquí no va a morir nadie?

—Como no sea por una hiperglucemia…

—Ahora no le sigo.

—Me refiero al exceso de azúcar. Tantas muestras de cariño, amor y buenas intenciones pueden ser perjudiciales para la salud… Somos como el movimiento hippy de los años sesenta —sonrío con ironía.

—Pues sí, la verdad es que los veo un poco empalagosos.

—Debería leer el libro y verá de qué son capaces de hacer con la imaginación. Está ante unos asesinos en potencia —soltó una enorme  carcajada ahora.

—Mire usted…

—No se enfade, era un broma. Le voy a regalar un libro.

—No leo mucho.

—Nunca es tarde para empezar. Aquí tiene una muestra de los mejores escritores del momento, aunque todavía no son muy conocidos…

El que actuaba como jefe de todo el cotarro, daba inicio a la presentación después de haber superado los problemas tecnológicos.

—Bueno les dejo con su festival.

—¡Quédese! Le gustará.

—Sin crimen no hago nada aquí.

—Espérese al final y mataremos el hambre.