Lo esperaba agazapado a la vuelta de la esquina. Llevaba mucho tiempo planeando la venganza y aquel día era el perfecto. Era de noche y una espesa niebla dificultaba la visión. Apenas corría nadie por la calle porque las bajas temperaturas así lo desaconsejaban. Ni siquiera los propietarios de mascotas, que tenían la costumbre inalterable de pasearlas, se atrevían.

No reconocía los pasos ni tampoco su olor puesto que no lo había conocido personalmente. Todo lo que sabía de él es porque se lo había contado su padre, que había estado a su servicio hasta que una paliza lo dejó ciego. Respiraba por la boca porque la ansiedad que sentía no le permitía hacerlo por el hocico.

El hombre caminaba dando tumbos. Apenas notaba el frío porque iba cargado de de cerveza , vino y coñac. Sus días eran todos iguales desde que lo habían abandonado toda su familia. Se levantaba sobre las 12 del mediodía y metía la cabeza el un cubo lleno de agua con hielo. Una vez despejado se volvía a enfundar la misma ropa del día anterior y comenzaba la procesión por todos los bares de barrio. No tenía amigos. Era huraño y agresivo. No sólo despreciaba su vida, sino la de todos los demás, a los que hacía responsables de sus miserias. Cobarde y maltratador poco sabía que sus días estaban a punto de llegar a su fin.

Nada más doblar la esquina se le abalanzó sobre el tobillo haciéndolo caer fácilmente, no tanto por la fuerza ejercida, sino por la súbita aparición y por el difícil equilibrio que la cogorza le provocaba. Una vez en el suelo y sin darle tiempo a reaccionar le clavó sus enormes colmillos en el cuello. La enorme dentadura le rodeaba el cuello y el can apretaba con todas sus fuerzas. No lo soltaba. Él lanzaba alaridos de dolor mientras la sangre le salía a borbotones por las arterias que habían quedado seccionadas por ese abrazo mandibular. Cuando empezó a dejar de agitarse, lo soltó. La cabeza le quedó ladeada. Vengador, el perro, se puso frente a él y lo miro fijamente. En los ojos del animal, inyectados en sangre, pudo ver al que hace unos años había sido su mascota. Se parecía bastante aunque evidentemente no era el mismo. Supo que aquel era el castigo por todo el maltrato físico al que lo sometió las noches de borrachera cuando se interponía entre él y su mujer que era la destinataria de las palizas. La última vez, ciego de ira y harto de que aquel estúpido perro fuera siempre un obstáculo, se encarnizó con él: le mutiló las orejas, lo pateo reventándolo por dentro, le asestó varias cuchilladas y finalmente le apagó el cigarrillo en los ojos, dejándolo ciego. Aun así el perro vivió; la mujer también.

Con los últimos estertores balbuceaba algo incomprensible para el animal y para cualquier humano si lo hubiera por allí: ”mataría por colaborar con Desafosliterarios.com”.