Aquel año el 12 de octubre, día de la hispanidad, cayó en viernes, por lo que al ser festivo se podría disfrutar de tres días de asueto. Un grupo de jóvenes amigos habían decidido ir de acampada. Eran cinco chicas y tres chicos que ansiaban aventuras y sentir nuevas sensaciones. Todos cursaban el último año de carrera en la misma facultad de la Universidad de Barcelona y habían estado juntos desde el primer curso. Formaban un equipo muy unido, aunque en las últimas semanas la armonía entre Sara y Ester se fue rompiendo a causa de los celos.

Sara estaba enamorada de Jordi y de este amor todas las mujeres del grupo estaban al tanto, pero Ester no parecía darse por enterada y cada vez que tenía ocasión coqueteaba con él. Sara comenzó a odiar a su compañera. Desde que iniciaron aquel día el camino los coqueteos de Ester se fueron prodigando y, a ojos vista, como las gotas de agua horadan la dura roca, poco a poco las artes seductoras de la chica más popular del grupo hacían su efecto en el ánimo de Jordi.

—Oye, Ester —le dijo Sara, en un aparte—. ¿Qué pretendes? ¡Me estás cabreando!

—Pues no entiendo por qué. ¿Tengo yo la culpa de que él se fije en mí? —Respondió displicente Ester— Lo que te pasa es que me tienes envidia.

—¿Yo? ¿Envidia? ¡Envidia de qué!

—¡Vamos!… No te hagas de nuevas. Sabes bien que no puedes compararte conmigo en nada: eres un desastre como mujer y lo sabes. Siempre desaliñada y con mal carácter. Además, no eres lo que se dice una belleza…

—¡Mira niñata! —le dijo Sara con rabia y entre dientes— Te lo advierto por última vez: ¡o cambias tu actitud, o te vas a arrepentir!

Ester emitió una sonora carcajada de desprecio y aligerando el paso se alejó de su rival.

Se cruzaron con una comitiva de aldeanos que caminaban tras el cura en rogativa pidiendo la lluvia, pues, aunque en los últimos días había llovido con fuerza, toda la región estaba sufriendo una pertinaz sequía. Aquella procesión fue hilarante para ellos, que la consideraban propia de creencias trasnochadas y de gente de pocas luces. En realidad, cada incidente que surgía en su camino por nimio que fuese les hacía reír. Ágiles e inquietos gozaban, más que de las aventuras vividas, de sus ganas de sentir la propia vida.

Habían recorrido empinados senderos y escalado un farallón elevado y accidentado. A pesar de su buena forma física, cargados de abultadas mochilas, acabaron derrengados por el cansancio. Por fin acamparon en un calvero desde el que podían admirar buena parte del valle.

El horizonte resplandecía anaranjado con los últimos reflejos del Sol. Sara se estremeció y decidió abrigarse, había hecho un día caluroso y la actividad les hizo aligerarse de ropa. Ella se encargaría de preparar una cena compuesta de chuletas de cordero y chorizos ibéricos braseados, también asaría unos níscalos que habían recogido por el camino, en las zonas húmedas y umbrías del sotobosque. Se sonrió cuando recordó el temor de María “¡eso no serán setas venenosas!” «Esta chica de ciudad —pensó Sara—, no habría podido distinguir la diferencia entre una seta venenosa y un rábano.»

Mientras que el grupo se afanaba en montar las tiendas, ella avivaba el fuego en un tosco hogar improvisado. Entre tanto percibía el sonido del agua en la cercana cascada y el suave rozar de la brisa entre las agujas de los pinos. Aquellos sonidos daban templanza a su ánimo. Unos momentos antes habría asesinado de buen grado a la arpía de Ester.

«Sé muy bien que ella es la más atractiva de todas y que yo soy más bien fea —se dijo con pesadumbre—: tengo tan mal hecha la nariz, que de perfil parece el garabato de un torpe dibujo infantil. Pero eso no le da derecho a coquetear ante Jordi, sabiendo que mi máxima ambición es conquistar su amor.»

Sara miró de soslayo al grupo y vio cómo Jordi babeaba, mientras contemplaba arrobado a Ester. Un rictus de crueldad atiesó las comisuras de sus labios y el rojizo resplandor de los tizones endurecieron aún más sus facciones. «¡La detesto! Odio a esa putita inconsciente y superficial.» Suspiró aliviada de saber que su pensamiento era hermético para los demás.

«¡Maldita furcia… Te mataría sin remordimiento alguno!» Se dijo sonriente, en tanto colocaba con parsimonia y actitud calculadora los níscalos sobre una lasca de piedra plana y caliente por el efecto de las brasas.

Aquella noche Sara, a pesar del cansancio, apenas si pudo dormir. Una y otra vez repasó en su mente la actitud de Ester y las miradas inflamadas de deseo que le prodigaba Jordi. Esas imágenes la atormentaban y, por más que intentaba alejarlas de su pensamiento, más firmes se volvían golpeando sin compasión a su entristecido ánimo.

Sus nervios, como tensas cuerdas de guitarra vibraban y su angustia crecía a medida que pasaba el tiempo. Se agitaba en el saco de dormir con espasmos involuntarios, provocados por su angustiosa desesperación. La autocompasión no le dejaba pensar de manera racional y en la oscuridad nadie veía su sufrimiento. Lloraba en silencio y, abatida por la ira y el rencor, se mordía los puños para silenciar los sollozos. No quería que nadie la oyese.

De repente le alertó un tenue sonido de hojarasca y, no sin aprensión, entreabrió la tienda y, envuelta por la luz plateada de la luna, pudo distinguir la silueta de su rival que se perdía tras los arbustos.

 

Ester sentía un doloroso malestar en su abdomen y pensó que algo de lo que había comido no le sentó bien, por eso, a pesar de temer que hubiese animales salvajes en aquel frondoso paraje, sacó fuerzas de flaqueza y se adentró en la maleza. Llegó al borde de una vaguada y el corazón le dio un vuelco cuando le pareció notar tras ella, entre las sombras, un furtivo movimiento.

 

***

 

Amanecía. La luz del día coloreaba el paisaje y la vida se manifestaba con todo su esplendor. El graznar de las aves de presa, el berrear de los ciervos y el piar polífono de los pájaros, saludaban al nuevo día y extasiaban a los campistas con su sinfonía. La naturaleza se mostraba con esplendor y la vegetación impresionaba la vista con mil tonos diferentes de color y formas, inacabables en su variedad.

María preparaba café de “pucherete” y unas tortitas de harina, manteca y miel, que despertaban los estómagos con sus apetitosos olores. Todos estaban alegres y descansados, felices en la sana comunión con la naturaleza.

—¿Habéis visto a Ester? —preguntó Jordi, con acento anhelante.

—Estará todavía durmiendo —aventuró Carlos.

Ester no estaba en su tienda y nadie la había visto desde que el cansancio hizo decaer la charla y todos se fueron a dormir, entrada ya la madrugada. Cuando las tortitas estaban hechas aún no había aparecido y, ya alarmados, comenzaron a buscarla. Pasaba el tiempo y el temor de que algo malo le hubiese pasado, hizo que en el grupo creciera la angustia.

Se dispersaron alrededor del campamento describiendo círculos cada vez más amplios llamando asustados a Ester, sin obtener respuesta. De repente, Carmen gritó horrorizada: encontró el cuerpo entre cañas, sumergido a medias en un arroyo que fluía por el fondo de un barranco. Tenía el cuello dramáticamente torcido y el bello rostro desfigurado.

***

Cuando la policía investigó el suceso determinó que la muerte de Ester fue fortuita. Concluyeron que en la madrugada, tal vez impelida por una necesidad biológica, se alejó del campamento y en la oscuridad cayó por el barranco rompiéndose el cuello.

La autopsia confirmó la tesis de los investigadores, ya que no encontraron síntomas de violencia y todos los análisis realizados fueron negativos. El cadáver presentaba las paredes del estómago y el intestino irritados, a causa de una probable indigestión, que venía a avalar las conclusiones de los detectives.

Fue un golpe terrible para todos, incluso para Sara que, sin embargo, no pudo evitar sentir la alegría de su triunfo, al sentirse libre para conquistar el amor de Jordi. Estaba sorprendida y orgullosa de su capacidad de disimulo, consiguiendo engañar a todos incluidos el forense y la policía. No obstante, sentía desazón, porque nadie jamás conocería, ni admiraría su hazaña.