Aquel paciente era un caso singular. Desde hacía dos años estaba en coma; sin embargo, en las diversas exploraciones se captó una inusual actividad ce-rebral, comparable a la de una persona sana y lúcida. Se podría decir que vivía dentro de sí mismo, pero sin sensibilidad alguna al exterior…

A Carlos le encantaba estar a solas, sin más compañía que la de sus libros. En ellos estaba reunido todo el saber de este mundo y se sentía orgulloso de poseer aquel tesoro. Los iba ordenando por temas y, a medida que lo hacía, recordaba con fugacidad su vasto contenido.
Los estantes de su biblioteca lucían repletos de volúmenes que contenían las materias más insospechadas, variopintas y singulares. Se jactaba de haberlos leído todos y de poseer un espíritu renacentista, ansioso por adquirir una cultura universal. No se consideraba poeta ni escritor, pero su amor por la lectura le llevó a publicar algunos libros con cierto éxito.
Inmerso en un cosmos tan particular, hacía años que apenas salía de aquel reducto y, poco a poco, fue perdiendo el contacto con el mundo real, que bullía frente a los muros de su casa. Él era ajeno a una sociedad imperfecta y no soportaba los espacios abiertos, ni la vulgaridad de la gente. Con el paso del tiempo sentía repulsión por lo ajeno y prefería la soledad, satisfecho de sí mismo.
En su particular locura, creía que, cual enfermedad contagiosa, la ignorancia de los demás podría destruir todos sus conocimientos adquiridos. Llegó al punto de instalar un torno en el zaguán y por él le llegaban los suministros que pedía por Internet, desde alimentos a productos de limpieza y todo lo que necesitase. De ese modo evitaba contactos indeseados.
«Mi mente —se solía decir con irónica petulancia— es un contenedor de sabiduría. El contacto con la gente ignorante me podría contaminar».

Aquel día era ya tarde y la habitación se llenaba de sombras, cuando una luz a su espalda le hizo volverse sobresaltado y, entre la penumbra, vio una extraña luminosidad que iba perfilando una forma humana, un ser etéreo, que tomaba cuerpo poco a poco. Aunque sintió curiosidad no se alarmó, pero la sorpresa le paralizó durante unos segundos.
—¿Quién eres? —pudo al fin preguntar, con los sentidos alerta y sin creer lo que sus ojos percibían.
Aquella radiante forma se agitó y, con voz impersonal y profunda, dijo:
—Soy más de lo que ves.
Tan extraña respuesta acentuó aún más su curiosidad.
—Veo una forma humana envuelta en luz, imprecisa y misteriosa. Pero no sé si eres real o sólo producto de mi imaginación.
—Yo soy el nexo entre tu consciente y la realidad subjetiva de tu alma. Soy espíritu y energía, tu referente celeste y tu verdad cósmica.
Carlos recuperó su aplomo, tal vez convencido de que aquel extraño personaje no era más que una ensoñación o porque su forma de hablar le intrigaba y era de su agrado.
—Pero, con eso no aclaras si eres una alucinación o el mero producto de un sueño…
—¡Yo soy real! —Afirmó el visitante— En mí están los dos polos de la energía de la vida. Soy atracción y repulsión, lo deseado y lo maldito, el bien y el mal…
—¿Quieres decir que el bien y el mal son lo mismo?
—El bien y el mal son las dos facetas de una misma moneda. ¡Yo soy la moneda!
Carlos estaba fascinado y, a medida que el diálogo avanzaba, más curiosidad sentía por ahondar en aquel misterio.
—¿De dónde vienes y qué pretendes de mí?
—Vengo del interior de tu propia mente y sólo quiero hacer realidad tus sueños.
—Entonces… ¿Sólo eres una alucinación?
—No. Soy tan real como todo lo que existe. Es tu consciencia la que conforma tu mundo y la que me ha creado. La misma que para ti da vida a todos los seres y hace posible los objetos y las materias que te rodean.
—Si es así… ¿En qué te diferencias del resto de la gente?
—En que yo soy un ser puro que habita en ti y en mí reside el poder de determinar tu futuro.
No creía una palabra, pero, llevado por su instinto inquisitivo, decidió prestarse a aquel juego. Tiempo habría de despertar y salir de aquella absurda pesadilla.
—Si puedes decidir mi futuro… ¿Tienes la facultad de cambiar las cosas?
—¡Sí!
—¿Podrías hacer realidad mis deseos?
—Sí. Pero piénsalo bien antes de pedirlos, porque los cambios serán irreversibles.
—Si te atienes a mis propósitos —dijo Carlos con suficiencia— nada negativo me ocurrirá.
—Pues formúlalos. Te prometo que sucederá tal cual me solicites.

Carlos recordó sus fobias y en ellas basó sus deseos de cambio.
—¡Bien! Veamos… No quiero esforzarme con movimientos inútiles.
—¡Así será!
—No quiero ver la fealdad del mundo.
—¡No la verás!
—No quiero oír sonidos desagradables.
—¡No los oirás!
—No quiero oler apestosos efluvios.
—¡Así ocurrirá!
—No quiero sentir ásperos roces.
—¡No los sentirás!
—Y, por último: no quiero gustar malos sabores.
—¡No los gustarás! Ahora… ¡Duerme!
Y, cosa maravillosa del estado onírico: desde el interior de lo que creía una pesadilla, entró en un profundo sueño.

Cuando su mente despertó quiso incorporarse, pero no pudo. Trató de mirar a su alrededor, mas no vio nada. Deseó oír los sonidos y sólo captó el silencio. Intentó oler el aire, pero no distinguió aroma alguno. Ansió sentir el tacto y nada notó. Centró su atención en su paladar y no percibió nada.
Se dio cuenta de que sus sentidos no existían y que sus fuerzas le habían abandonado. La vida parecía haber huido de él, aunque su mente, activa como nunca, le hacía consciente de su existencia. Era un cuerpo con las funciones fisiológicas activas, pero sin sensibilidad alguna. Una mente pensante que reviviría, una y otra vez, los hechos acaecidos en su pasado.
Nunca más emprendería nuevas acciones, jamás leería ni escribiría más libros y tampoco tendría nuevas experiencias. Ya, nunca más, podría volver a su vida, ni influiría en su entorno. Recordó aquél ser de luz y pensó que era el culpable de su desgracia.
—¿Qué me has hecho?— Preguntó alarmado.
—Hice realidad tus deseos…
—¡No es cierto! Mi meta era excluir lo malo de la vida.
—¡Y eso es lo que hice!
—Pero… ¿Por qué me has dejado vegetando, sin sensibilidad alguna?
—¡Esa es la consecuencia de tu propia voluntad! Quisiste obviar la cruz de la moneda y eso hice… Pero la cara forma parte indisoluble de esa única esencia y negando una faceta desaparece la otra.
—¡No puede ser! ¡Aún estoy soñando!
—¿Todavía no crees en mí?
—Sí, creo en ti… No sé por qué, pero ahora te creo. Por favor, deseo que deshagas este maleficio.
—¡Imposible! Te advertí que era irreversible.
Carlos comprendió que su vida estaba en un limbo aterrador y deseó poner fin al sufrimiento que intuía le acompañaría para siempre.
—¡Envíame la muerte! —Suplicó con toda su alma— No quiero vivir así…
—Esa es la única cosa que no puedo hacer —concluyó el ente—. Vivirás bajo las huellas de tus deseos, hasta que llegue el fin de tus días.

Y así, durante años, su mente repasó sin descanso su pasado, mientras su cuerpo, conectado a las máquinas del hospital, se iba consumiendo insensible a todo.

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