El trino de los pájaros se enredaba entre el encaje primoroso de la perfumada floresta. Cada amanecida la vida saltaba sobre la corriente de la acequia y los tamizados rayos del sol.
Aquella anciana, con infinito amor, cuidaba de sus tres rosas y sus cuatro claveles. A ella le bastaban sólo aquellas siete flores para ser feliz, aunque a veces le asaltaba la pena por algunas que se malograron antes de arraigar o florecer. Sus cansados ojos se iluminaban con sólo contemplar la cosecha de sus esfuerzos, que le habían dejado hasta sin aliento, con tal de verlas crecer sanas y felices. A ella le parecía que su jardín era el más hermoso que nunca existiera. Sin duda se sentía la mujer más feliz del mundo cuidando el fruto de su amor, aunque recordando con nostalgia los tiempos en que no estaba tan sola.
Con el tiempo nacieron nuevas flores, germinada la semilla de las siete primeras, y su jardín se veía cada vez más hermoso.
Mas… ¡Ay!
Ahora sólo queda cizaña en el jardín. Sus amadas flores se han secado, abatidas por la peor enfermedad que pudiera afectarles: la desaparición de su cuidadora.
Sin ella no hay jardín. Sin ella sólo hay silencio, ira y frustración.