La noche era desapacible y oscura en aquel barrio mal iluminado. Las calles estaban silenciosas y solitarias a tan altas horas de la madrugada. Raúl se subió el cuello de la chupa y aceleró el paso, con la esperanza de entrar en calor.

«¡Hace un frío que pela!»  Se dijo a regañadientes.

Recordó la conversación con su amigo Andrés, que le había motivado a merodear por aquellas calles:

«—¡Hola Raúl!… Sube —le dijo el alto cargo del gobierno, desde el interior del coche oficial con los cristales tintados—. Me alegro de hablar contigo después de tanto tiempo. Ya sé que estás retirado, pero tengo un grave problema y no puedo acudir a nadie de mi confianza.

Con un gesto les indicó al chófer y a su guardaespaldas que se alejasen unos metros fuera del vehículo. Aquella conversación era confidencial.

—¿Qué te ocurre, Andrés? ¡Sabes que puedes contar conmigo!

—Sí, lo sé. Por eso acudo a ti. Créeme si te digo que no hubiese querido sacarte de la zona de confort en la que ahora te encuentras, pero para mí es cuestión de importancia capital.

—¡Conmigo no debes excusarte! Sabes que estoy en deuda contigo y siempre te estaré agradecido. Dime en qué te puedo ayudar.

—Hay un tipo que me está chantajeando. Tiene en su poder un documento secreto que me compromete. Necesito que entres en su casa y le obligues a entregártelo y, de paso, le das un buen escarmiento.

—¡Cuenta con ello, amigo!»

 

Raúl aflojó el paso observando las casas unifamiliares que se iba encontrando. Llegado a un caserón de aspecto imponente, con sigilo y pasos largos y oscilantes, se acercó a la fachada con movimientos furtivos. Miró a su alrededor y advirtió que nadie le observaba.  Giró en la esquina y se adentró en un callejón lateral, aún más oscuro que la calle principal. Se puso unos guantes de cuero negro a juego con la cazadora e intentó abrir una ventana sin conseguirlo. Más adelante vio una pequeña puerta que, ante su asombro, estaba entreabierta.

Todas las alarmas se le dispararon y en prevención de cualquier otra sorpresa empuñó una pistola que llevaba en su funda sobaquera. Por un momento dudó sobre si debía entrar, pero al fin se decidió. Empujó la puerta con el pie y entró con rapidez en la casa.

Aguzó el oído, pero no se oía nada. Con una pequeña linterna en la mano izquierda y con la pistola en su derecha, avanzó con precaución y andares felinos, muelles, silenciosos… Atravesó aquella habitación y se adentró por un largo pasillo.

Sentía sus latidos en las arterias del cuello, provocados por la tensión de no saber qué le aguardaba. Se apercibió que por debajo de una puerta salía un poco de luz y hacia ella se dirigió. Con los nervios en tensión giró muy lento el pomo de la puerta y, tomando aire hasta el fondo de sus pulmones, la abrió de par en par.

Todo estaba patas arriba. Parecía que un vendaval había tirado algunos muebles. El suelo estaba lleno de libros y papeles esparcidos de manera aleatoria. Al fondo observó a un hombre ensangrentado e inmóvil, sobre un charco de sangre casi coagulada. Se acercó y al primer golpe de vista juzgó mortal de necesidad el orificio de la bala en plena frente.

Con el fin de asegurarse, por un impulso inconsciente y vano, le tomó el pulso sobre la carótida y se cercioró de que aquél hombre estaba muerto. El tacto con la piel del cadáver le indicó que hacía pocos minutos le fue arrebatada la vida, pues aún mantenía un leve rescoldo de calor. Retrocedió y, con gran agitación, desanduvo su camino y salió a la calle.

Alguien se le había adelantado. Él no había abrigado la intención de matar. Siempre habría argumentos más o menos violentos para persuadir al chantajista, pero no era partidario de llegar a extremos tan drásticos. Aquel asunto había tomado un cariz preocupante.

Empezó a sospechar que estaba siendo objeto de una trampa que le situaba en el epicentro de una trama que no llegaba a comprender. «Debí ser más cauto a la hora de aceptar esta misión.» Se lamentó en su fuero interno, pero la complicidad de amistad y confianza que sentía por su amigo, le hizo ser, tal vez, demasiado confiado. Ahora, su único pensamiento era alejarse de aquel lugar lo antes posible.

Anduvo ligero durante unas manzanas y se paró en un rincón en sombras. Se dio cuenta que aún llevaba la pistola y la linterna en las manos. Enfundó el arma y guardó en un bolsillo la linterna. Se apercibió de un ligero temblor en sus manos mientras se quitaba los guantes y con su móvil hizo una corta llamada.

Miró con aprensión a ambos lados de la calle y le tranquilizó encontrarla desierta. Una ráfaga de aire hizo que una lata de refresco rodara por el asfalto y su ruido le pareció atronador. A lo lejos se oían sirenas y este hecho le hizo reaccionar y se alejó todo lo deprisa que sus piernas le permitieron.

Pasado un rato se detuvo jadeante. Se dio cuenta de que el borde de la suela de su zapato derecho estaba tintado de sangre. Maldijo su falta de atención, temiendo haber dejado huellas de sus pisadas en la escena del crimen. Se descalzó y enjuagó el zapato en un charco, restregando la suela y su borde con un puñado de hierba que arrancó de un césped mal cuidado. «Maldita sea… ¡Precisamente he pisado la sangre con este zapato tan especial!»

Raúl renqueaba ligeramente de la pierna derecha desde que tuvo un desgraciado accidente de moto. Desde entonces su zapato derecho era adaptado por un artesano de calzados especiales. Por eso temía que a través de las marcas que pudo dejar pudiese la policía llegar hasta él, ya que eran únicas y, como si fuesen huellas dactilares, conducirían hasta su único usuario.

Dudando si volver o no para rectificar su error, sacó un cigarrillo y lo encendió con las manos aún temblorosas.

—¿Me da fuego? —Raúl respingó al oír aquella voz y se volvió de un brinco, con los nervios en tensión. ¿De dónde había salido aquel tipo?

—Perdone el sobresalto —le dijo el desconocido con una media sonrisa—. Es que sufro de insomnio y he salido a dar un paseo, pero se me olvidó el mechero y ya sabe… El vicio del tabaco…

Raúl asintió, encendió de nuevo el mechero y le acercó con manos temblorosas la llama al extraño. Éste, se las sujetó con las suyas y, mientras aspiraba, escudriñó con gesto socarrón el rostro de Raúl. Le saludó con una inclinación de cabeza y se giró para seguir su camino, pero de pronto se volvió, sacó un revólver y le apuntó al corazón.

—Si mueves un solo músculo te mato. ¡Andando!… ¡Entremos en ese portal! —Le conminó con voz áspera.

Raúl comenzó a caminar, mientras observaba que el portal al que se dirigían pertenecía a una casa en ruinas, invadida por matojos que hacían imposible ver el interior. Se dio cuenta que aquel individuo no pretendía robarle. Tensó sus músculos, esperando el momento más propicio de abalanzarse y pelear por su vida.

Ya dentro de las ruinas, entre la maleza, aquel tipo le dijo:

—Dame tu arma con mucho cuidado. A la menor señal de resistencia, te dejo frito.

Raúl se abrió la cazadora con su mano izquierda y con la derecha sacó con dos dedos la pistola. El hombre retrocedió cuatro pasos y le ordenó que de un puntapié se la acercase. Se veía que era un profesional y sabía cómo controlar la situación. Lamentó haber sido sorprendido de aquella manera y temió que no tendría ocasión de defenderse.

Con lentitud, sin quitarle ojo de encima ni dejar de apuntarle, el pistolero se agachó, recogió la pistola, se irguió y avanzó unos pasos. Sin más, le disparó con la pistola de Raúl a bocajarro.  La bala le agujereó el entrecejo y salió entre un chorro de sangre y materia gris, por el sitio opuesto del cráneo.

Todo se tornó negro para Raúl, que cayó hacia atrás impulsado por la fuerza del impacto. El último sonido que oyó antes de expirar fue la voz de su verdugo, que decía con voz inexpresiva:

—¡Ahora sí he terminado mi trabajo!

El asesino se agachó sobre el cadáver de Raúl y le quitó la funda de la pistola. Abrió el tambor del revólver y comprobó que sólo uno de los cilindros había sido disparado. Introdujo el revólver en un bolsillo de la chupa del muerto y le quitó el teléfono. Se ajustó bajo el brazo la funda de Raúl, introdujo en ella la pistola y el teléfono se lo guardó en un bolsillo.

Se puso en pie, recogió el casquillo expulsado de la pistola, salió a la calle con cuidado de no ser visto y se alejó a paso ligero mientras hacía una llamada.

—¿Sí? —respondieron al otro lado.

—¿Don Andrés?

—¡Sí!

—Asunto resuelto.