Habían escogido aquella noche de luna nueva, apenas iluminada por las estrellas. Su débil luz era devuelta al espacio, rebotado su pálido reflejo por la bruma que les envolvía. La patera repintada de gris azulado y las chilabas, también grises, conseguían un camuflaje perfecto y les hacían invisibles para la vigilancia costera.

 

La travesía a través del estrecho, sin luces de posición y en silencioso avance a base de golpes de remos, les hacía sentir tan vulnerables, que la angustia les atenazaba y el espanto ante un probable naufragio, les mantenía mudos y con los nervios a flor de piel. Eran conscientes del peligro que corrían, mas confiaban en su suerte, persuadidos de que Dios les ayudaría en aquel trance casi suicida.

 

El mar era una balsa; sus aguas, negras e insondables, permanecían quietas y apenas rumorosas en la estela de la barca, que avanzaba con extraña rapidez, atravesando de soslayo la corriente. El estrecho tendría algo más de catorce kilómetros; sin embargo, las corrientes les harían hacer una parábola, derivando primero a estribor y después a babor, que alargaría considerablemente la travesía. Si sus cálculos no estaban errados, pensaban llegar a su destino al despuntar el alba, cuando aún la neblina se mantuviera sobre la superficie de las aguas, ayudándoles a desembarcar desapercibidos.

 

Muhammad, inmerso en la nada de la oscura noche, temeroso de tan azaroso empeño, había repetido incansable en su mente “Dios está cerca de los que tienen fe; les saca de las tinieblas a la luz”. Él era un buen musulmán y esperaba de su Dios la ayuda necesaria para llegar a aquel país desconocido, que creía menos inhóspito que la tierra en que había nacido. A través de la televisión de la tetería de su pueblo, todos los lugareños habían visto la vida mullida, sin carencias, con la que los europeos se regalaban. Habían suspirado por una tierra legendaria, Al Ándalus, a la que tenían derecho a emigrar, retornando a los orígenes de sus antepasados expulsados tan injustamente.

 

Atrás quedaba toda su vida y todo cuanto amaba, pero la miseria a que estaban abocados, le impelió a alejarse buscando un porvenir mejor para sus hijos, que languidecían de hambre, en la miserable aldea en la que malvivían.

 

Apenas si sentía el dolor de sus manos ateridas por el frío, despellejadas y sangrantes, a causa de la constante fricción sobre la áspera madera de los remos. Hacía casi cinco horas desde que se hicieron al mar, buscando un horizonte lleno de promesas e incertidumbres.

 

“En el nombre de Allah, Clemente y Misericordioso- se dijo con ardorosa devoción- prometo que, si consigo ser un pobre inmigrante en tierra de infieles, seré como los muhayirún de otros tiempos y mi alma siempre emigrará hacia Él”.

 

Ya el Sol pugnaba en salir por oriente y el cielo irradiaba una luz anaranjada que, tamizada por la etérea bruma y reflejada en el agua, hacía percibir el entorno con una apariencia irreal, casi onírica. La visibilidad apenas alcanzaba unos metros; pero el crepúsculo alejaba la negrura de momentos antes, trayendo la promesa de un final feliz y cercano. Por unos momentos dejaron de remar y se extasiaron con el alumbramiento de un nuevo día y oraron a Allah, en acción de gracias.

 

De repente, las aguas se agitaron y fueron arrollados por un navío que se hizo visible de pronto, su mole, insensible y ajena a la tragedia, aplastó a la barca y su contenido. No les dio tiempo a darse cuenta de nada y no alcanzaron su meta; mas consiguieron ser “muhayirún”, emigrando hacia Dios.