Sin duda sufría algún vahído. Todo se hacía deleble ante sus ojos y los sonidos los percibía distorsionados e ininteligibles. Sin embargo, no se notaba nada que debiera alarmarle, por el contrario, se sentía ligero y con una sensación de inefable paz.
Todo se mostraba ante él con una apariencia tan irreal, que no comprendía qué le estaba ocurriendo. Su vista era clara y sus sentidos percibían los mínimos detalles de lo que le rodeaba con especial lucidez; sin embargo, el tiempo y el espacio se comportaban de manera tan inusual, que se ralentizaban los movimientos y acercaba o alejaba los objetos de forma aleatoria. A falta de otra explicación razonable, llegó a la certidumbre de que estaba soñando.

Observó cómo la gente, con muy lentos movimientos, se agrupaba en derredor de un punto de la acera de enfrente. Atraído por una curiosidad imperiosa se acercó hacia el grupo de personas que observaban silenciosas y que, por momentos, se hacían grises y traslúcidas.
Cruzó la calle distraído, sin apercibirse de la llegada de un autobús que le arrolló. Asombrado vio cómo aquel vehículo se desmaterializaba y permitía que él le atravesase de parte a parte, sin sentir ningún daño. Pensó que todo lo que le rodeaba no era más que una proyección de su mente, una alteración de su consciencia, motivada por aquella experiencia onírica. Pronto despertaría y todo se perdería en la efímera memoria.

Incluso antes de experimentarlo sabía que su cuerpo traspasaría a las personas allí congregadas, como si fuesen hologramas proyectados en el aire con apariencia corpórea, pero sutiles e inmateriales. Al fin se situó en primera fila y vio cómo unos sanitarios intentaban en vano reanimar a un hombre, que yacía exánime sobre las losas del suelo.
Era tarde. Aquel hombre ya estaba muerto.

Contempló el rostro del cadáver y se identificó así mismo. Entonces comprendió y su ser se diluyó en la nada.