Un día cualquiera del futuro, pongamos mañana.

En una terraza de un bar el silencio pierde la batalla contra el estruendo del tráfico, una mujer chatea con alguien a través de su móvil, un par de jóvenes sentados dos mesas más allá hacen lo mismo, sin levantar tan solo un instante la mirada de la pantalla, parece que se conocen de siempre, todos los días desde hace unos años comparten un café en esa terraza, pero no saben casi nada el uno del otro. En otra mesa una tablet, le roba los ojos y el presente a un señor, que ha olvidado completamente que tiene un cerveza muriéndose de sed frente a él. A escasos metros la muchedumbre de a pie espera a que el semáforo les de permiso para cruzar, un semáforo que vieron una vez tan solo y que guardan en la memoria desde entonces, saben que está ahí, pero la pantalla de sus teléfonos les ha impedido volverlo a ver. En la esquina colindante, son los automóviles quienes esperan a que se les permita continuar su marcha y sus ocupantes aprovechan ese escaso tiempo para echar un vistazo a sus pantallas en busca de alguna novedad. Un coche de policía espera justo entre dos turismos, pero ninguno de los dos agentes que viajan en el advierte las infracciones, ambos manejan con destreza sus teléfonos, arañando segundos al tiempo.

En la terraza, dos personas recién llegadas, ocupan una mesa vacía, nadie advierte su presencia, tal vez si estuvieran en una pantalla existirían un poco más. Unos pocos minutos después, uno de los jóvenes libera la mirada de la cadena perpetua en su móvil y mira alarmado a los recién llegados, la mujer que comparte terraza y afición, ya llevaba observándolos con cierta inquietud un rato antes. El joven avisa a su acompañante con un leve toque en el hombro, señalando con un rápido movimiento de ojos a los nuevos compañeros de terraza, su compañero se quita los cascos de las orejas y al prestarles atención acierta a decir perplejo y en voz baja:

—No deben ser de aquí.

Su interlocutor le responde nervioso:

—Eso no es normal en ningún país del mundo.

—Me refería a que no deben ser de este planeta —advierte el primero.

Al mismo tiempo, en otra mesa, el señor, que se había dado cuenta de la situación, marca un número de teléfono en su celular.

—Sí, ¿hola? ¿Es la policía? -Su voz muere aplastada por el sonido del motor de una motocicleta, nadie oye lo que dice pero todos saben que es para denunciar a los recién llegados, que son los únicos que no se percatan de los acontecimientos.

La mujer llama al camarero algo asustada ya.

—Por favor, ¿no puede hacer algo? —pregunta más con los ojos que con los labios.

—Yo no quiero problemas señora —contesta él mientras se dirige al interior del local.

Algunos transeúntes detienen su marcha un instante al pasar por aquella terraza, los miran extrañados y retoman su camino acelerando la marcha. Unos minutos más tarde aparece la policía, parecen los mismos que esperaban en el semáforo un rato antes. El señor señala con la cabeza, pero uno de los agentes ya se dirigía hacia los denunciados con el pecho hinchado de satisfacción al saberse el héroe del momento.

—Muy buenas —saluda mientras su compañero se sitúa a su lado.

—¿Me permiten ver sus móviles, tablets y similares?

—¿Pasa algo agente? —pregunta uno de ellos sorprendido, mientras se saca el móvil del bolsillo al igual que su acompañante.

—Pues eso me lo tendrán que decir ustedes —increpa enérgicamente el agente.

—¿Qué pasa con sus móviles, no funcionan?

—Perfectamente agente, ¿por qué?

—Pues utilícenlos por Dios, están alarmando al personal.

—Es que estábamos hablando —respondió con voz trémula sin salir de su asombro.

—¿Hablando? Hagan el favor de comportarse como personas civilizadas.