La sala de justicia estaba llena a rebosar. El caso que se juzgaba era espeluznante. Dos niñas de corta edad habían desaparecido y el hombre que se sentaba en el banquillo, acusado del hecho, había sido encontrado en su domicilio con el único testigo  de lo que había pasado un pequeño en estado catatónico incapaz de decir una sola palabra de lo que había visto.

Al aviso del ujier, el público se levantó cuando el juez subió al estrado. Este se acomodó y dirigiéndose al hombre que se encontraba en el banquillo de los acusados y que se puso de pie, a requerimiento del funcionario preguntó

—¿Cómo se declara el reo de los hechos que le acusan,  culpable o inocente?

La gente dirigió la mirada hacia donde se encontraba Martín Calleja en espera de su respuesta

El hombre con voz firme declaró

—¡Inocente, Señoría!

Un murmullo desaprobatorio se extendió  por la sala

El Juez golpeó con el mazo ordenando silencio y anunció:

—¡Siéntese el acusado! Comienza el juicio.

 

Me senté cansado con la culpabilidad grabada en el alma pero, no por lo que se  me acusaba, sino por lo que no pude hacer para salvar la vida de las dos pequeñas. Estaba condenado de antemano, lo sabía y no tenía duda de ello viendo las caras del jurado, del fiscal y la del mismo juez, además de la del público que llenaba la sala.  Me abstraje del lugar donde me encontraba y recordé cómo había pasado todo.

 

«Estaba dando un paseo y me detuve para contemplar a dos niñas de corta edad y un niño algo mayor jugando  frente a la puerta de una casa que, se veía claramente, estaban reformando. De pronto el suelo se abrió en una grieta acuosa que arrastró  a una de las chiquillas hacia  su interior. La sorpresa y el estupor me dejaron clavado en el sitio donde me encontraba. Después todo sucedió como a cámara lenta. La niña se hundía en el agua gritando enloquecida, agitando sus bracitos al aire para asirse a  la mano que la amiguita le tendía con ánimo de salvarla. La pequeña se esforzaba sobre la grieta hasta que consiguió sujetar la mano de la otra niña, pero la fuerza que ésta hizo para asirse dio con su amiga en el agua junto a ella. La fisura se abría y se cerraba como una boca hambrienta, rebosando agua por las esquinas y formando un remolino de agua burbujeante en el centro que arrastraba a las dos pequeñas hacia las profundidades. Todo sucedió en cuestión de unos pocos segundos que fueron los que me tomó reaccionar y salir corriendo hacia aquella abertura horrible llegando justo a tiempo de sujetar al niño que, ante los gritos angustiados de sus compañeras de juegos y con afán de sacarlas de allí, ya se encontraba sobre la abertura con sus brazos extendidos hacia ellas. Tumbado sobre el suelo conseguí sujetarle por los pies y le grite que ya no podía hacer nada por las niñas que se perdían engullidas por el torbellino del agua en retroceso. Él se resistía y gritaba: «¡Tengo que salvar a mi hermanita….tengo que salvar a mi hermanita…».

Tuve que apartarle de un tirón del borde del abismo que comenzaba a cerrarse en igual forma que se había abierto.  Sin levantarnos del suelo le abracé fuertemente mientras veíamos como la horrible grieta cerraba su boca sobre la calle sin dejar otro rastro de su paso que un espacio liso y vacío donde antes jugaban los chiquillos. El muchacho estaba histérico. Lloraba y gritaba que tenía que ir a buscar a su hermana, que su  madre le iba a regañar por haberla perdido. Luego salieron los vecinos y gritaron que dejase al niño tranquilo, que… ¡qué le estaba haciendo…! Yo comencé a explicarles lo que había pasado, pero no me creyeron. Me culpaban de la desaparición de las niñas. Aparecieron las madres y me golpeaban preguntando por sus hijas, hasta que llegó la policía y me trajeron a la cárcel. Yo no podía entender por qué nadie me creía, aunque lo repetía y lo repetía continuamente. El niño había quedado sumido en un extraño sopor y no era capaz de pronunciar palabra, por lo que no podía corroborar lo que habíamos visto los dos. Él era mi único testigo aunque no podría defenderme. Me siento culpable de no haber podido salvar la vida de las niñas y esto hace que me encuentre  mal, pero no soy responsable de su desaparición ni de hacer con ellas esas cosas tan horrendas de las que me han acusado».

 

_Se le acusa de haber raptado a las niñas y cometido abusos sobre ellas antes de asesinarlas y hacerlas desaparecer. El niño, que debió de presenciarlo todo y dios sabe por qué dejó que viviese, está en un profundo estado de shock del que los médicos no saben si se recuperará. Por lo tanto, ante los hechos y las declaraciones de los testigos, este jurado le considera culpable.

El juez confirmó la sentencia. y añadió

—Queda sentenciado a morir en la silla eléctrica. Hasta ese momento, permanecerá en la cárcel completamente incomunicado.

Dio un mazazo y acabó con la frase:

—¡Se levanta la sesión!

 

En silencio y cabizbajo dejé que los policías me llevasen hasta la furgoneta que me llevaría hacia mi horrible destino. Soy inocente, pero pagaré mi culpa por no haber podido salvar la vida de dos niñas que, ante mis ojos, desaparecieron bajo la tierra sin que yo fuese capaz de salvarlas.