Apabullantemente soleada, la mañana se abre paso a través del ventanal de cristal biselado que centenario se engarza en el marco de madera mil veces barnizado. Aquí en la menuda salita de estar, bajo los tres metros de altura del techo que corona las cuatro paredes, allí en el centro de la estancia, perenne se encuentra la mesa camilla medio iluminada, y a la vez caldeada por la timidez perdida de los rayos del Sol, que desafían la mañana al intuir cercano el mediodía. Sobre la redondez de la mesa vestida con elegantes faldones estampados, encima de ella se encuentra mide galletas holandesas, unos dulces que un día hace ya mucho tiempo, alguna visita portó como presente.

Sin sorpresa ante la apertura de la lata, su sonido característico y conocido me indican la llegada de un nuevo día, me desperezo estirando mi lánguido ser suavemente clavado sobre el canutillo mullido de hilo blanco que me sirve de cama. Sin prisas, con cariño, pero también con firmeza, me sujeta entre las suaves yemas del dedo índice y del dedo pulgar, y veloz me eleva en el espacio de la estancia. Con la mirada fija no puedo dejar de observar el dorso de la mano derecha hurgando, rebuscando en la anárquica caja de labores, unos instantes que me permiten contemplar la extremidad gemela a la que me mantiene sujeta, tanto las manos como el rostro a mi espalda lucen de radiante belleza apergaminada. Con pausada rapidez me vuelve a elevar en el ritual diario que me hace protagonista absoluto de ese momento. Asciendo hasta que hace coincidir la claridad de la ventana con la cabeza horadada en el templado acero de mí ser, detrás el ojo medio guiñado, delante y al tiempo al otro lado, en un instante de alineación perfecta, una alineación eclíptica, y precisa entre los tres elementos, en tan sólo una décima de segundo, la hebra de hilo de algodón blanco que me sirvió de lecho atraviesa mi ser, cosquillea el interior de las paredes a su veloz paso. Semejante al matador en el ruedo la anciana arquea el cuerpo hacia delante para culminar la faena. Así, con esa precisión enhebra después de años de experiencia el hilo, el filamento previamente humedecido en la comisura de los labios, en un abrir y cerrar de ojos ya recoge el hilo al otro lado y lo anuda mágicamente enlazando las dos puntas.

Una vez estirado y bien apretado, la anciana se relaja y vuelve armoniosa a mecernos en el silencioso balancín. Tararea coplas de Cocha Piquer, coplas que relatan tristes la desdichada y prematura muerte de una joven Reina, con el soniquete bailan sin descanso las puntadas, hilvanan rigurosas el pespunte del bajo del pantalón de turno, que acampanado vestirá a una de sus nietas en la oscura nocturnidad de la boîte de moda.

A semejanza del mar de incalculables olas que acarician la arena, igual de eterna es la creencia en la durabilidad e importancia del balanceo contante del cosido. Todo transcurría en una feliz monotonía colmada de melosas notas musicales de fondo. Pero una mañana la lata no se abrió, y a ese día oscuridad, le siguió otro, y otro más, así indefinidamente. Hasta, qué, ya desorientados, asustados, e instalados en la negrura, llegó el momento en que la caja sonó diferente, el brusco ajetreo externo nada bueno anunciaba, después de golpearnos violentamente los unos contra los otros, contra las paredes, contra la tapa y volviendo al suelo de la lata de nuevo ¡fue en ese momento que vi el final! Lo delataba la mirada y el cambio del sobrio brillo del dedal tornándose de aterrado color gris mate.

Finalmente se abrió la lata, y entre sombras, con la paz perdida, caímos todos en cubo inmundo de con olor nauseabundo, unas décimas de segundo bastaron para no vernos más. Y desde entonces en el huérfano e interminable vagar, deseo que las ancianas y añoradas manos apergaminadas encuentren de nuevo la aguja perdida en el pajar.

Jordi Rosiñol Lorenzo

Photo by CaOsHi