Junto a él llegó la eternidad
El pasillo es angosto y ruidoso, está alicatado desde el suelo hasta el techo con un pequeño baldosín de color blanco roto por la antigüedad, es un túnel aséptico hasta lo impersonal que me acompaña en el camino hasta el quirófano, que tantas veces he visitado, visitas que viene sucediendo con más frecuencia los últimos meses. Los chirridos constantes de las ruedas denotan la velocidad inusual del traslado en la incómoda camilla, los fluorescentes amarillentos, dispuestos intermitentes en el techo alumbran sin sentimiento alguno la autopista de pasillos del centro sanitario. El vocerío atropellado a ambos lados del cuerpo resuena en mis oídos cada vez más alejado, el murmullo del sequito disminuye, y cómo a cámara lenta la vida me abandona paulatinamente. O, mejor dicho, abandona la materia que me acompaño todos estos años. Total, ha sido un simple amasijo de huesos, órganos, piel y carnes varias que conformaron el cuerpo, un organismo el que me acompaño, al que no le puedo pedir ni reprochar nada, dado que de forma suficiente e incluso llegaría a decir de forma notable estuvo a la altura de algunos excesos cometidos sobre él. ¡Qué narices! cumplió su cometido unas decenas de años sin darme demasiado trajín durante el corto y bacheado viaje de la vida.
Bisoño ante el nuevo estado, novel en él, torpe me muevo entre las iluminadas tinieblas que me rodean, cálidas nebulosas de mullido algodón blanco me abrazan transmitiendo sensaciones de paz. Emocionado volvía a sentir la paz que un día las circunstancias me perdieron, y que hasta hoy no la había vuelto a encontrar. Rendido ante ese placentero estado, fue cuando una sombra asomó dibujando los tímidos trazos de un rostro, una cara conocida que aumentaba aún más si cabe la agitación calmada que estaba experimentando. La faz conocida, inminente, en breves instantes iba a coronar completamente el ser de luz que tantos años hacía que no veía y que tanto había deseado reencontrar. Sus facciones, aunque dulcificadas eran las mismas que recuerdo del último día que nos vimos, como si fuera ayer, como si fuera el día que salió por la puerta para no volver más, el día que se marchó sin avisar, sin despedirse de nadie, no lo hizo de ninguno de nosotros.
Nunca volvió a excepción de algunas esporádicas visitas nocturnas, visitas que ahora sé que eran reales, visitas tan auténticas como la realidad que estoy viviendo hoy en mi primer día en la eternidad. Ahora apeado ya de la montaña rusa en que se convirtió mi existencia cercenada por el destino de tu ausencia. Hoy por fin he vuelto a sentir tu tacto, vuelvo a verte, a olerte y sobre todo hablarte y escucharte, tenemos tanto que hablar, que sentir, que compartir.
—Nunca has sentido nada igual, ¿verdad hijo? –pregunto con un tono dulce—
—No, jamás, la sensación más parecida a esta la sentí con nueve años papá —Le contesté—
Fue justo en la época que el verano se resiste a dejar de caldear de alegría estival el mes de octubre. Como cada año desde que tengo memoria, habíamos pasado los tres meses de estío entre interminables y matutinos baños de mar, junto con largos y repetidos paseos al atardecer, unos paseos tan repetidos como lo eran los escaparates vistos una y otra vez. Eso sí, semanalmente mi madre nos premiaba con una tarde de sesión doble de cine, y además con un poco de suerte echaban alguna peli de Bud Spencer y Terence Hill. Fue después de unos de esos veranos. Ya de vuelta en el marco gris de una ciudad dormitorio cualquiera, de cualquier cinturón industrial, con el moreno dorado aun luciendo salado en la piel. Y es entonces cuando no tengo más remedio que asumir a regañadientes las obligaciones, el deber impuesto de la rutina, de la realidad encorsetada que someten las normas. Y llegó el día de volver, y de sufrir de nuevo la cruel incomprensión de las cuadriculadas mentes infantiles que me rodeaban, un círculo vicioso y ridículo que te obliga a destacar compitiendo en campos tan limitados, como limitada era la imaginación de mis compañeros de aula, unos sobresalían por sus dotes en el fútbol, otros por su maña en las peleas, algunos por su habilidad con la bici, y así sucesivamente hasta completar el mundo infantil de las mil y una chorradas, y no hace falta decir que yo no destacaba en ninguno de esos campos ni por asomo.
Pero ese otoño iba a ser diferente, no recuerdo cómo, pero «sufrí» un pequeño accidente que traía consigo la secuela de permanecer con la pierna inmóvil durante diez días dada la gravedad del esguince que me diagnosticaron. Qué alegría me dio escuchar las palabras del médico que preciosidad de palabra «esguince»
—He de decir que fue una de mis palabras favoritas junto a gripe y gastroenteritis durante años.
Así con la misma fortuna que saltas varías casillas en el juego de la oca, de esguince a esguince me salté diez días de clase, acercando en el salto un poco más las vacaciones de Navidad. Mi madre probetica deambulaba preocupada por cómo iba recuperar esos días de estudio, y yo en cambio no cabía en mi de gozo, eran diez días sin pisar las mazmorras del colegio.
Mi madre para que estuviera cómodo me adecuo el sillón de escay marrón cerca del ventanal de la terraza, y para asentar la pierna se trajo el taburete de la cocina, y lo acolchó con un viejo cojín que había metido en una especie de funda de lana adornada con varias supuestas flores tejidas de diversos colores imposibles, era uno de los frutos de la labor de alguna tediosa tarde materna. Hablamos de la época que le dio por hacer de punto todo tipo de prendas y complementos varios, aunque previamente para ahorrar no solo en las prendas ya confeccionadas, que también, en vez de comprar los ovillos listos para usar, compraba la lana a granel y te hacía poner los brazos tiesos al frente como si fueras un airgamboy sin glamur ninguno, y te colgaba de ellos durante horas la lana mientras tiraba y tiraba enredando ovillos de diferentes colores. Fruto de su encomiable labor siempre recordaré un jersey marrón, de un marrón menos intenso que el escay del sillón, un tono así ¿cómo decirlo? Un tono de color mierda de oca —Para entendernos— Con el cuello redondo que me arrancaba las orejas al entrar y al salir de la cabeza una y otra vez, lucía dos cenefas bajando a ambos lado del pecho al estilo las chorreras de un mariachi, una manga era un pelín más larga que la otra, y para postre me tiraba de sisa, realmente ofrecía una imagen enjuta para ser un niño. También podría hablar de una bufanda y sobre todo de unos guantes en los que le fallo la toma de medidas, y tuve que llevar los dedos encogidos estilo las garras de «Lobezno» todo un trimestre, de hecho, parecía un idiota preparado para arañar a quién osara acercarse, sólo me faltaba rugir al compás que andaba. Mi problema siempre fue que nunca he sabido decir que no, me decía.
—anda hijo póntelo que te lo ha hecho tu madre con todo el cariño del mundo —Lo decía hablando de ella misma en tercera persona—
Y ahí por la penilla me ganaba. Lo que fue una lástima es que, siendo coetánea de Amancio Ortega, y compartiendo los dos la pasión por la confección y la moda el resultado final haya sido tan dispar.
Volviendo al esguince, el primer día permanecí sentado como un rey y como cualquier novedad no estuvo mal, pero en el segundo día el aburrimiento de la exigua programación de la primera cadena y la aún peor segunda cadena, junto con el dolor en las posaderas me empezaba a desesperar, el esguince realmente no dolía nada era un buen aliado. El tercer día, ante las cuarenta y ocho horas de quejas previas, esa tarde cuando llego de trabajar mi padre me sorprendió con un pequeño libro de brillantes tapas negras que sujetaba entre las manos.
—¿Te acuerdas de eso, papá?
—sí, lo recuerdo perfectamente, —me contestó—
—¿Pues sabes una cosa? en ese momento cambiaste gran parte de mi vida, me abriste la ventana para sacar a pasear la imaginación.
—Con agrado dibujaba una sonrisa y asentía con la cabeza—
No parecía que hubieran pasado tantos años sin vernos, era como si el paréntesis de mi vida no hubiera existido nunca.
Al acercarme el libro, el título me llamo considerablemente la atención, «Juan Salvador Gaviota». Pero fue al hojearlo cuando desprendió en mí una fragancia maravillosa. En ese momento la magia de la literatura que tenía entre las manos comenzó a instalar su elixir en mi interior. Nada tenía que ver con el olor rancio de los cansinos libros de texto que tanto tenía que cuidar según mi madre. No había llegado a leer la segunda página cuando el hechizo de la lectura obró un nuevo milagro, las letras pasaban a ser imágenes vivas en la retina, sorprendido y sin mover un musculo había huido del sillón para ver y vivir las secuencias que sucedían dentro de la narración, hasta el jersey marrón con chorreras parecía haber recuperado el buen patronaje sobre mí torso.
Siempre me he preguntado, que era curioso que el primer libro que cayó en mis manos me hiciera sentir tan identificado con el protagonista. Como él, toda la vida he querido volar muy alto, muchas veces vuelos con el rumbo perdido buscando mi sitio, quería encontrar la paz y la libertad, encontrar mi lugar a pesar del riesgo a una caída brusca contra el oleaje de la realidad, contra la cual choqué muchas veces. Otros libros vinieron a lo largo de la vida, muchas palabras pasaron por mis ojos estos años, pero nunca más volví a ver una letra, leía desde la ventana que asoma al horizonte de la libertad.
Y así, como la pequeña gaviota después de tantos años remontado el vuelo para después caer y seguir intentándolo infinidad de veces. Es ahora en el punto final de la vida y del inicio de la eternidad, y con mi visión alejándose de la camilla rodeada de tristeza, los llantos contrastan con la alegría del vuelo, el gozo de volar junto a él, junto a mí padre, de alcanzar juntos la suficiente altura para no volver a caer jamás del sueño en el plano eterno.