Los copos de nieve caían blandamente a través de los cristales. Raimundo los miraba caer sin verlos. Estaba esperando que su mujer acabase de arreglarse. Llevaba horas, pero él no tenía ninguna prisa, ningunas ganas de ir a aquella maldita presentación. Sus pensamientos estaban muy lejos de allí.

Miraba caer la nieve, pero no la veía. Lo que veía era un campo de amapolas, cada copo que se posaba en el suelo era rojo y se desplegaba ante sus ojos. En el centro un cuerpo desnudo. ¿Cómo iba a hacer para presentarse ante ella? Sonrió pensando en aquel cuerpo esbelto y terso de un tono casi como si fuese de alabastro traslúcido al contraste con el bermellón de las amapolas. ¿Qué película era esa en que salía una joven rodeada de pétalos de rosa? American algo se llamaba. ¡Qué malo era él para recordar los nombres! Ni siquiera sabía el suyo.

Y ahora, ¿ahora qué? llegaría allí con su mujer del brazo y ella sabría de su engaño. Quizá engaño tampoco. Nunca le habló de su situación sentimental. En realidad nunca hablaron de casi nada. Sobraban las palabras. ¡Ojalá a su mujer le entrara una de sus migrañas y decidiese que no podía ir a aquella bendita presentación.

La nieve arreciaba, los copos se engordaban como expulsados por una máquina de hacer palomitas. En la calle la gente ajena a lo que su mente sentía.

En estas que Raimundo abre la ventana para respirar aire frío, necesita sentir algo. Algo que hace mucho tiempo no siente. Necesita adrenalina. Su vida es tan monótona. Sube al alfeizar de la ventana. Respira hondo. Su cuerpo se funde con el rojo de las amapolas.