El riachuelo se veía fresco y atrevido. Las piedras del fondo resbaladizas y tornasoladas, reflejo del sol en la canela de sus guijarros. La joven se acercó, dejó el cántaro en la orilla y metió la punta de su pie, el agua estaba adorablemente fresca y se agradecía por las altas temperaturas, demasiado para la época del año. Se remangó el vaporoso vestido y fue saltando de laja en laja. Su sonrisa era cantarina como el agua que transportaba el arroyo. Una de las piedras que pisó era más escurridiza que las anteriores. Perdió el equilibrio ocasionando un bravo oleaje al contacto de su cuerpo con el líquido antes tranquilo. La corona de flores que llevaba en la cabeza se le movió y dejó caer la cascada de rizos que el agua intentaba llevarse sin conseguirlo. Ya que se había mojado disfrutaría de su juego un rato más. Cuando volviese al castillo ya daría las explicaciones pertinentes a su señora. O mejor, se inventaría una historia en que un caballero andante la había rescatado de morir ahogada en las aguas de aquel intrépido y salvaje río que sólo existía en su imaginación.