“Puñetera crisis. ¡Qué me tenga que ver yo trabajando en una gasolinera! Esto es lo último que esperaba en mi vida”, pensaba Sofía embutida en aquel mono azul manchado de aceite y que la hacía parecer, según ella, una vaca.
Estaba en la tienda reponiendo estanterías y cociendo pan, ya que ahora las gasolineras vendían de todo menos combustible. El problema era que cuando una es demasiado orgullosa, pasa lo que pasa. Se había separado hacía unos meses de su marido y en un arrebato de dignidad le dijo que no quería nada suyo, así que al susodicho le faltó tiempo para preparar los papeles y hacer que firmara, en caliente, su renuncia a todo lo que por ley le pertenecía. Ese era el motivo por el que había tenido que cambiar los altos tacones por botas de trabajo y las meriendas en las cafeterías de moda por un sándwich de la máquina de la tienda, ya que acababa tan cansada que cuando llegaba a casa no le quedaban ganas ni de prepararse un bocado.
—Oiga, oiga, no puede parar ahí —salió corriendo al ver que un señor aparcaba un camión, que transportaba un enorme armario, y se iba.
—Es un momento —chilló desde la otra acera el conductor.
—Por favor, ¡no puede dejar esto aquí!, no tengo visibilidad desde dentro ¿Qué no lo ve? Esto no es un aparcamiento, es una gasolinera —seguía objetando Sofía.
—Tengo una idea, póngalo donde le dé la gana —dijo el camionero tirándole las llaves.
Aquello era el colmo. Pero qué morro tenía la gente. Se dejaba el camión de cualquier manera, lleno de trastos y ahora ella tenía que buscarle aparcamiento si quería seguir trabajando. Encima su compañero se había puesto enfermo y no había ido a trabajar aquel día. Ella era novata. No había trabajado en su vida, no sabía cómo lidiar con según que problemas y, claro está, no podía llamar al jefe por una tontería así.
Con todo el mal humor que era capaz de soportar, ya que estaba muy enfadada, se subió a la cabina del camión. Introdujo la llave y la hizo girar lentamente. Todavía no podía creer que estuviese haciendo aquello. puso la primera marcha y aquella tartana no quería moverse. Volvió a bajar el freno de mano por si no estaba del todo suelto, pero nada. Por fin después de cuatro intentos y una cola que llegaba a la carretera, el camión se movió súbitamente dando un acelerón tan brusco que hizo que se cayera el armario que portaba y que estaba sin sujetar. ¡Qué más puede salir mal!, pensó Sofía ya con los nervios a punto de estallar.
Al caer el armario se agrietó un poco. De la grieta empezó a salir un hilito de un líquido rojizo. La gente que hacía cola para pagar el combustible se estaba impacientando, una señora mayor la empezó a increpar llamándola torpe y poco profesional, a raíz de esta declaración las demás personas se sumaron en susurros a lo mal que atendían últimamente en aquella gasolinera. Hubo algunos que solo querían pan o el periódico que se marcharon diciendo que pondrían una queja. Sofía estaba desbordada, no solo por la situación, también por lo poco solidaria que era la gente, ¿no se daban cuenta que estaba sola y que si no sacaba el camión no podía seguir atendiéndoles ya que tapaba completamente la ventanilla de atención al cliente? Hubiera esperado un poco más de ayuda o como mínimo solidaridad por parte de los usuarios, pero en estos tiempos la solidaridad escaseaba, como se estaba demostrando aquel nefasto día.
El líquido llegó hasta los pies de la señora mayor que dando un gritito saltó hacia atrás.
—¡Esto qué es, por Dios!
El resto de clientes empezaron a mirar qué era aquello que salía del armario caído. Sofía al ver por el espejo retrovisor aquel alboroto bajó del camión dejándolo peor aparcado de lo que estaba. Nada parecía funcionar, así que pensó que mejor no tocaba no fuese que encima se acabara de estropear y le echaran la culpa a ella, sólo le faltaría eso para rematar el día. Con bastante recelo se acercó al líquido que no paraba de salir de la grieta, no era mucho pero le ponía los pelos de punta, a saber qué había allí dentro. No quería ni pensarlo, pero tenía toda la pinta de ser sangre.
Un señor mayor que durante todo el episodio no había abierto la boca, sería el único, seguro, se agachó y cogió un poco con los dedos; lo miró, lo olió y dijo lo que ella había pensado, parecía sangre, pero no olía como tal, dijo el anciano caballero.
—Jovencita, yo que usted llamaría a la policía —le dijo cortando un trozo de papel de manos que había al lado del surtidor y limpiándose con él los dedos manchados.
Sofía entró dentro y con manos temblorosas marcó el 112, cuando contestaron les dijo que acudieran urgentemente, que se había caído un armario y salía sangre de una grieta. Aquello era inaudito, estaba muerta de miedo y ella sólo estaba trabajando. ¡Jolines, ella solo quiso apartar el camión que estorbaba! Estaba temblando como una hoja a la vez que un sudor frío recorría su espalda haciéndola tiritar.
—Señora, tranquilícese, ya vamos para allá —le dijo el agente que no había sido capaz de entender nada de aquel galimatías.
No se despidió. No salían más palabras de su garganta. Estaba aterrorizada. Aquel imbécil le había dejado allí un marrón que ella no sabía, ni tenía, como tragar.
Estaba paralizada. El caballero que le había dicho que llamase a la policía se hizo cargo de la situación al ver que Sofía estaba en shock. El buen hombre tenía buena disposición, y sabía lo que era el control de masas, no en vano había trabajado casi toda su vida en las urgencias de un gran hospital.
Hizo salir a todo el mundo y no permitió que nadie tocara ni pudiera adulterar las pruebas de lo que pudiera ser aquello, que parecía sangre pero no olía como tal, cosa que lo tenía un poco descolocado, pero como dijo un franciscano inglés del medievo “en igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser la más probable”. Así que le dio a Sofía un café de la máquina expendedora, bastante malo por cierto, aunque pensara que le hubiera ido mejor una copa de brandy, pero eso no estaba a su alcance en aquel momento si no quería dejarla sola.
Al cabo de un rato llegó la policía. De nuevo el anciano se hizo cargo de todo. Sofía bastante tenía con temblar y maldecir su suerte, así que los agentes se acercaron al armario, lo miraron bastante de reojo, cogieron muestras del líquido que emanaba de él y llamaron a la científica. No estaban seguros de poder tocar sin alterar cualquier pista que pudiera esclarecer aquello. Le pidieron la llave del armario a Sofía pero, claro está, ella no la tenía, así que lo forzaron…
Nadie esperaba ni por casualidad lo que allí había. Al abrir la puerta empezaron a rodar cabezas, literalmente. El armario estaba lleno de cabezas cortadas. Las cabezas estaban metidas en un recipiente con un líquido que, al caer el armario, se había resquebrajado y por eso el chorreo.
La serie C.S.I. parecía haberse instalado en la gasolinera; batas blancas, mascarillas, maletines con polvos para tomar huellas, lámparas ultravioleta para detectar la sangre. Todo un despliegue en el que no faltó ni la televisión.
Los científicos estaban sacando muestras de todo mientras la policía interrogaba a Sofía que cada vez estaba más asustada, y a la vez estaba más convencida de que en otra vida tuvo que hacer algo muy mal para estar pagando en esta tantas desgracias juntas, pensaba abatida.
En aquel momento llegó el dueño del camión. Al parecer se le había pasado un poco el cabreo con sus jefes, motivo por el cual había dejado el camión de cualquier manera, y fue a recogerlo sin pensar en el alboroto que había provocado. Al verlo, Sofía se dejó ir hacía él, tenía ganas de matarlo. ¡Cómo se le había ocurrido hacerle aquello! Sofía no tenía estómago para según qué, al ver tantas cabezas alineadas en el plástico, que había colocado la policía en el suelo, le entraron unas arcadas que no pudo controlar y, sin poder evitarlo, vomitó el café que llevaba en el estómago. Se limpió la boca con la manga. No tuvo ánimo ni para buscar un vaso de agua y enjuagársela. Aquello era superior a sus fuerzas.
—¿Se puede saber qué están haciendo con mis cabezas? —preguntó el conductor con los ojos abiertos como platos.
—¿Y lo dice así? Eso es lo queremos saber. ¿A quién pertenecen estas cabezas? Y por qué las lleva usted en ese armario. Le comunico que deberá acompañarnos a comisaría, esto es muy grave, y ¿Dónde están los cuerpos? —preguntaba el policía sacando los grilletes para esposar al hombre.
Al buen hombre le dio un ataque de risa, todos pensaron que era por los nervios, ya que la situación no tenía nada de graciosa.
—¿Puedo saber qué es lo que le hace tanta gracia?
—Bueno, si se hubiesen fijado un poco verían que todas las caras son prácticamente iguales, no hay en el mundo tantos gemelos -se desternillaba de la risa.
Los allí presentes se pusieron a repasar las cabezas y, efectivamente, todas se parecían bastante, vaya, tanto que eran copias unas de otras. El buen hombre seguía con su hilaridad.
—Bueno, parece ser que la empresa trabaja con eficiencia —reía— si se hubiesen tomado la molestia de mirarlas bien habrían visto que son de atrezzo, es material para una película, me había discutido con el director y por eso le dije que viniera él a buscar sus cabezas, pero hemos llegado a un acuerdo. Aunque supongo que me tendrá que pagar un extra. Que me detuvieran no estaba previsto en el guión.