Los ojos de Manuel daban volteretas cada vez que veía una mujer guapa y hermosa. Se tenía por un conquistador nato. Por eso creyó que le había sido fácil conquistar a aquella criatura que a su parecer había salido directamente del templo de Vesta y se la habían enviado para que custodiase su fuego sagrado…

Cuando Alicia llegó a casa, cansada y con ganas de darse un baño relajante la puerta se negaba a ser abierta. El día, que prometía ser tranquilo y sosegado, se había convertido en una carrera contra reloj, agobiantemente desastroso. La ley de Murphy se había cumplido en todos y cada uno de sus peores augurios.

Alicia necesitaba relajarse. Le había recomendado un compañero una serie y había pensado prepararse un sándwich con una lata de coca cola y sentarse a ver si le enganchaba. Llevaba empezadas unas cuantas, y ninguna acababa de convencerla, estaba segura que tener que aguantar las disputas de sus padres tenía mucho que ver en ello. En todo caso el murmullo de la televisión le ayudaría a dormir.

Do not disturb, le miraba desde el suelo esa frase escrita en un folio de modo tosco y con una tirita asomando por un costado. ¿Qué es esto? ¡Lo que me faltaba!

—¡¡¡Papá!!! Quieres abrir la puerta de una vez —gritó sin obtener respuesta.

¡Este hombre se cree que está en un hotel de cinco estrellas! No se lo podía creer. Se quitó los zapatos, no soportaba más la presión en el dedo meñique. ¿Desde cuándo había perdido su casa? Hizo una llamada de móvil. Al otro lado de la puerta sonaba con insistencia el receptor de su llamada. ¡Papá, coge el teléfono antes de que tire la puerta abajo! Tras la puerta escuchó a su padre estornudar unas cuantas veces antes de que se decidiera a abrir, tras él se encontraba una jovencita, muy guapa, tal como le gustaban a él, aunque a ella le pareció una de esas chicas de moral un pelín distraída, o eso o se estaban probándose disfraces para carnaval. La joven en cuestión llevaba un negligé que dejaba admirar el total de su anatomía, unas medias de amplia rejilla y unos zapatos de tacón imposible. Terminaba su atuendo al más puro estilo chica western de sábado por la tarde con una boa de plumas roja.

—Cariño, ¿qué haces aquí?

—Te recuerdo que vivo aquí. Es más, te recuerdo que vives en mí casa.

—Cuanta agresividad. En cuanto me ponga bien te prometo que me largaré y no volverás a verme nunca más.

—No empieces con tu victimismo trasnochado que no cuela. ¿Quién es esta señorita? —preguntó mirando a la descocada joven.

—Una diosa. Una diosa que ha enviado el pontifex maximus para cuidarme —apostilló— ¿no ves que me estoy muriendo? Da igual, nunca te has interesado por la salud de tu padre.

—A saber cuánto me va a costar.

—No has aprendido nada de mí. No deberías ser tan materialista, cariño, está en juego mi vida.

La “diosa” en cuestión al sentirse aludida y ver peligrar su emolumento se acercó solícita a Manuel pasándole la boa por el cuello. Los estornudos fueron inmediatos. Acción reacción, pensó Alicia.

—¡Atchís! Me siento fatal, atchís, no puedo dejar de estornudar —consiguió articular su padre entre estornudo y estornudo.

—Creo que tiene gripe aviar —una meliflua voz de pito salió de la joven que seguía unida a su padre por la emplumada boa.

—En cuanto le quites el pollo ese que le has encaramado en el cuello se le pasa, seguro.

Poco a poco convenció a su padre de que lo que le pasaba nada tenía que ver con pollos ni con gripes. Cuando creyó haberlo conseguido se tiró en el sofá esperando que su padre por fin se deshiciera de aquella “señorita”. Tuvo que presionarse las sienes para intentar reducir el incipiente dolor de cabeza. Cerró los ojos a la espera de que su padre despidiera a su diosa particular entrando en una especie de sopor.

Por fin llegó el momento de su merecido y relajante baño de espuma. La música tranquila y unas velas era todo lo que necesitaba en aquel momento. Ni padre, ni madre ni novio. Quizá ni la serie, se decidió por un libro.

—¡Te mato! ¡Cómo te pille te mato!

Los gritos atronaron su momentáneo y pacífico descanso. Corrió a ver a qué se debían aquellos gritos dejando un reguero de espuma a su paso. El comedor estaba sembrado de plumas rojas. Una película de los años veinte pasó ante ella. Manuel y su diosa daban vueltas sin parar a la mesa. La diosa había resultado ser un dios…

¡Dios mío! ¿Qué más puede salir mal hoy?

En ese momento entraba su madre por la puerta del brazo de un Adonis cualquiera. Ella siempre celebraba su San Valentín.