Susana esperaba la llegada del féretro. Estaba sola. Nadie acudió con ella al cementerio. Nadie le dio las condolencias. Nadie pensó en lo que ella estaba sufriendo.
Por fin llegó el coche fúnebre. Dos hombres bajaron, abrieron al portón de atrás, sacaron el ataúd y lo depositaron sobre una plataforma con ruedas. Tras el coche fúnebre fueron llegando los familiares y amigos. Todos llorando. Todos con demasiada afectación, según pensó ella. Una nube negra como el infierno atravesó sobre los dolientes. Parecía que la habían puesto allí expresamente, como decoración de lo que a ella le pareció una farsa. Cuando estaba con vida nadie le preguntaba cómo se encontraba. Ahora no entendía aquel paripé.
Llegó por fin el sacerdote. Ofició la ceremonia y los sepultureros empezaron con su trabajo. Metieron la caja en el nicho. Lo tapiaron y pusieron con pintura las iniciales y la fecha. Todo tan aséptico y frío que parecía que le calaba hasta el fondo de sus frágiles huesos.
La nube empezó a dejar ir su carga. Unas enormes gotas empezaron a caer con algún que otro granizo. Toda su vida había estado marcada por una nube negra. Ni siquiera el día de su entierro había podido desprenderse de ella, pensaba Susana mientras el agua resbalaba por su largo y lacio pelo.
—Era tan joven —decía una mujer acercándose a la señora enlutada que llevaba unas enormes gafas de sol.
Una sonrisa acudió a sus labios al pensar en lo incongruente de la escena. Lloviendo a cántaros en aquel momento y la buena mujer con aquella gafas tan oscuras como la noche. Tranquila, pensó de nuevo. No hay prensa. No se ha enterado casi nadie del accidente. Curioso accidente que se llevó por delante lo mejor que le había pasado en su vida.

A nadie le había gustado aquella relación. No quería pensar mal, pero era muy extraño que el coche en el que viajaban se saliera de la carretera de aquella manera. Entendía el vacío que le estaban haciendo. Ninguna de las dos familias vio nunca con buenos ojos su relación, pero no les importó. Sólo importaba su amor. Intenso. Loco. Desequilibrado a veces. Tranquilo y balsámico otras.
De pronto una figura llegó tarde. Bajó de un coche oscuro y depositó en el suelo una enorme corona de flores. ¿Qué hacía allí su madre? no lo entendía. Ella nunca se había preocupado por saber de su díscola hija. Nunca fue una buena hija. Siempre metida en problemas. Siempre haciendo lo contrario de lo que se esperaba de ella. Y cuando ella por fin fue feliz, tampoco era la felicidad que su madre tenía pensada para ella.
—Susana, tienes que estudiar derecho como tu padre. Tienes que seguir la tradición familiar —parecía que la estaba escuchando.
Por eso no entendía qué hacía allí. A ella nunca le gustó su pareja. Siempre el qué dirán estaba presente en todas sus relaciones, pero la última, la última fue la gota que colmaba el vaso. Nunca aceptó que su pareja fuese una mujer. Nunca aceptó que ella intentase ser feliz a su modo. De nuevo se repitió: “¿Qué hace ella aquí?” Se acercó un poco más. Nadie la miró. Nadie le dio el pésame a ella que era la que más había perdido en aquel suceso. Era como si no estuviese presente, pero no le importaba, si su amor no estaba, ya no tenía nada por qué vivir.
—Mamá —dijo estirando una mano para tocarla—. Mamá —repitió.
Ni se inmutó. Ni la miró. Tanta crueldad le pareció innecesaria. Ya no tenía lo que más había querido en su vida. Incluso estaba dispuesta a sentar cabeza, como le pedía su madre siempre con aquella exigencia de quien todo lo hace bien en la vida. Todo menos esta hija rebelde a la que para su desgracia le gustaban las mujeres y no el novio que ella le tenía “apalabrado”.
—Lo siento, mamá, nunca me entendiste. ¿Por qué lloras una muerte que no sientes? Nunca te gustó mi novia.
Silencio de nuevo. El roce de su mano en el brazo de su madre ni se notó. Unas lágrimas caían por el rostro de Susana mezclándose con la lluvia. Ni en el peor de los trances su madre estaba allí por ella, sólo estaba por las apariencias. Malditas apariencias. Se acercó un poco más. Se sentía liviana. Ni siquiera le molestaba la lluvia que caía sobre ella y parecía traspasarle el alma. Pasó a su lado y miró la corona que había depositado su madre en el suelo, esperando que los trabajadores la pusieran en su sitio cuando estuviese la lápida puesta. Leyó la cinta blanca que la adornaba. “Susana, siempre te recordaremos, tu madre y hermanos D.E.P.”
¿Susana? No, Susana era ella. Ella estaba allí, de pie, en el entierro de su gran amor. O su gran amor había sido ella misma. Se miró los brazos translúcidos y se desvaneció.