EL HUANGANA

El paso cansino y despreocupado siempre fue la característica del Huangana. De niño miró pasar la vida frente a sus narices sin importarle si llovía, tronaba o el sol quemaba. Enfrascado en su propio mundo, los vecinos pensaron que era idiota o las culebras lo habían embrujado. Su madre se desinteresó de él cuando pasó una semana sin probar alimento. Llegó a la conclusión que moriría de hambre, estupidez o sobreviviría a su libre albedrío. El tiempo le dio la razón y el pequeño Huangana creció sano y fuerte hasta convertirse en el escuálido adolescente que concluyó la primaria. Al no tener vocación para nada, se dedicó a explorar el monte, desaparecer días enteros y regresar más alegre que nunca. Encandilaba a los paisanos contándoles que las sirenas de los estanques eran sus novias, que nadaba con los delfines blancos y que las mordeduras de shushupe solo le hacían cosquillas. En una esquina del poblado montó una pequeña cabaña a la que acudían enfermos y desesperados de amor.
A bordo de una piragua navegaba los ríos y se adentraba en la selva para recolectar raíces, cortezas y hierbas. Con lo obtenido preparaba pócimas, emplastos y sahumerios para diagnosticar y curar las demandas de sus clientes. La fama y dinero conseguidos con las curaciones extraordinarias a vecinos y pobladores de caseríos cercanos, le permitió adquirir un bote con motor fuera de borda. Cuando su cabaña, a orillas de uno de los brazos del Amazonas, fue arrasada por la crecida, no salió corriendo. Prefirió flotar agarrado de un madero y terminó bastante lejos. Regresó tranquilamente a ver lo que había ocurrido. Ese fue el instante en que decidió largarse a Iquitos.
Llegó al amanecer y, gracias al agradecimiento de un cliente curado, abarloó el bote a uno de los muelles flotantes de Belén. Con el paso de los días alquiló una modesta casa flotante sobre pilotes de madera. Instalado con cierta precariedad estableció el negocio que le daría de comer, adquirir prestigio y muchos encuentros amorosos con brasileñas y colombianas que, antes de ejercer la prostitución en los burdeles locales, lo visitaban para saber lo que el futuro les depararía.
El Huangana logró ser una celebridad. Atrás quedó el pasado de niño fronterizo que etiquetó sus primeros años de vida para dar paso al hombre ataviado de camisas multicolores, collares de cuentas y piedras de río, relojes de oro y hablar fluido, dicharachero, convincente. La universidad de la calle lo transformó en psicólogo del alma y, sobre todo, encantador de serpientes, vendedor de humo y magnífico oyente. La maestría de la vida le enseñó a descifrar, con intuición y mañosería, los problemas sencillos y elementales de sus pacientes. Sin título universitario alcanzó el doctorado en las ciénagas y recodos de los riachuelos, entre los árboles frondosos y gigantes, en el canto de las aves, en el nado sincronizado de los paiches y en el ácido sabor del aguaje.
Las noches de luna y los parajes indómitos le sirvieron para esclarecer la tristeza y los amaneceres al borde de los cauces le enseñaron las corrientes de la existencia humana. La palizada violenta que azotaba las riberas y hacía naufragar a las canoas, le demostró que el recorrido de las personas era susceptible de ser entendido y explicado. La magia de los relámpagos al iluminar el cielo lluvioso le sirvió para adquirir la sensibilidad necesaria y, en vez de asustarlo, le advertía que la lluvia de los corazones se podía secar con palabras amables y dichas en el momento oportuno.
Conocí al Huangana en una de mis visitas a Iquitos. Tuvo la osadía de leerme el futuro y se equivocó de cabo a rabo. Ese traspié no lo desacreditó sino sirvió para afianzar nuestra amistad. Cada vez que podíamos nos encontrábamos en el malecón para luego ir a tomar chuchuhuasi. La naturalidad casi salvaje que esgrimía en su charla no dejaba de sorprenderme y me causaba gracia la forma simple de ver las ocurrencias básicas del día y las soluciones prácticas y nada elaboradas que les daba. El Huangana era un doctor de las avenidas, caminos polvorientos y correntadas de aguas turbias. El análisis sencillo, rayando lo infantil, que hacía de los hechos era la clave de su éxito. No se andaba por las ramas, no elucubraba ni se perdía en lo etéreo. La simpleza de su ser era todo lo que requería para caer bien y convencer a la gente.
─Buen día, maestro Serrney─. El Huangana levantó su esmirriado cuerpo de la silla que ocupa en una de las heladerías de la plaza de armas y choca sus cinco dedos con los míos para luego cerrarlos en puño y simular un golpe suave.
─Huangana, ¿qué saludo es ese?
─Saludo moderno, maestro, ¿acaso no ha visto cómo se saludan los chicos de hoy?
Por supuesto que lo sabía y esos eran los gestos con los que el Huangana me asombraba al vernos ocasionalmente. Una fiel demostración del corazón blanco de ese buen hombre. Hablador, pitoniso, brujo, chamán y nunca embaucador ni estafador porque lo que hacía le salía de adentro, aquello que aprendió en la inocencia agreste de la jungla.