JEROME WHITEHEAD
Antes que Jerome Whitehead desapareciera de este mundo, corrió la voz que los vientos jamaiquinos lo habían rescatado, llevándoselo una madrugada hacia donde nadie sabía. Atribuyeron su muerte a la adicción a la hierba colombiana, hongos alucinógenos y cocaína. Nadie sospechó que un par de sicarios lo achicharraron vivo en un ajuste de cuentas por no pagar deudas e infringir el código de los traficantes citadinos. Cuando el fiscal de turno ordenó el levantamiento de su cuerpo, solo recogieron pedazos de carne chamuscada y lo identificaron por el par de dientes de oro que adornaba su dentadura y porque una paisana reconoció en su tobillo derecho el tatuaje de una isla. Fue remitido a la morgue para la autopsia de ley y al no ser reclamado, enterraron lo poco que de él quedó.
Se habituó a armar encerronas en el cuarto miserable donde recogía sus huesos para dormir. Los interminables días de drogas, alcohol y sexo promiscuo con adictas que cambiaban la piel por momentos de alucinaciones le alteraron el juicio tropical y nunca imaginó que el brazo largo del narcotráfico limeño lo alcanzaría para ponerlo en su sitio.
Cuando cantaba las canciones de Bob Marley en su pueblo nativo, donde la costa de arenas blancas se moja con el mar cristalino del Caribe, alguien vio su potencial y lo convenció de abandonar las playas, el agua de coco y las morenas que morían por su apariencia. Engañado por un falso empresario llegó a Lima dispuesto a convertirse en el rey del reggae nocturno de la calle de las pizzas en Miraflores. Una noche disfruté su performance y al terminar se me acercó para ofrecerme una tarjeta de presentación y animarme a buscarle contratos. Fue el inicio de la amistad que terminó abruptamente cuando la magia negra del vicio le guiño el ojo.
Siempre que podía me daba una vuelta por el local donde actuaba y lo esperaba para invitarle un sangúche de lechón con salsa de cebolla y un par de cervezas. Aprovechaba para disfrutar sus ocurrencias típicas. En su media lengua, mezcla de jerga peruana e inglés hablado entre dientes, nos reíamos abiertamente al contarme que era capaz de ver respirar a los cocoteros, visualizar las notas musicales en el horizonte y escuchar el sonido estereofónico de las olas. La seriedad a veces lo asaltaba y la melancolía lo golpeaba con rudeza. Me hablaba del pica pica de los zancudos y de una hermosa jamaiquina llamada Georgette, a la que había dejado embarazada por confiar en Mr. Bermúdez, el empresario que le pintó pajaritos en el aire y le fregó la vida. Jerome vendió lo poco que tenía para afrontar el capital inicial del proyecto. No bien pisó Lima descubrió el engaño y tuvo que recursearse con su guitarra y facha estrafalaria. Ingresó al mundo de los músicos callejeros, deambuló sin éxito hasta que las calles y plazas barranquinas notaron su talento. Casi sin uñas que comerse, un alma caritativa le ofreció el estelar de un pequeño local en Miraflores. Fue el salvavidas milagroso que evitó se ahogara pero no le impidió entrar al mundo sin retorno de las drogas y malas compañías.
Cuando anochecía en su Jamaica adorada, y luego de fumar marihuana, Jerome Whitehead acostumbraba untarse el cuerpo desnudo con ron agrícola de la Martinica. Llevaba su mecedora a la orilla de la playa y esperaba que los primeros zancudos lo picaran, en ese instante sabía que estaba listo para ir a dormir. Se enjuagaba en las tibias aguas de su mar bendito, recogía la mecedora y se acostaba para caer en el sueño profundo donde sus ronquidos competían con la tormenta tropical para ver quién descuajeringaba las palmas de la cabaña. Al día siguiente estaba presto para romperle las caderas a su Georgette e iniciar la jornada de taxista en su carro viejo.
─Mr. Serrney, lo que te voy a contar casi nadie lo sabe ─me dijo una noche.
Acostumbrado a sus exageraciones, poco me sorprendía lo que pudiera decirme.
─Bob Marley una vez me dio la mano y no la lavé en tres días.
Así era Jerome Whitehead. No sé si fue un alienígena de carne y hueso o un ser puro, honesto y algo estrambótico. Su sencillez era tan grande como los enormes drets que le alcanzaban las rodillas y que más de una vez se enredaron en ellas, En una ocasión se le atascaron en la puerta del Ford y casi se desnucó al poner el motor en marcha.
Jerome, con seguridad tienes merecido el fuego purificador que un par de desalmados te infringió, pero tus errores no le quitan al anochecer de tu vida la bohemia de tu destino escrito en estas tierras. Mucho menos descuelga la hamaca en que nos mecías rítmicamente en las noches de bares. Te inspirabas para cantarle a capella a tu Georgette y yo me veía obligado a quitarte la boina rastafari y exigir la franciscana propina bien merecida. Apuesto doble contra sencillo que en el cielo de los rastas haces dúo con tu maestro y entre nubes de hachís le cantas a la dama caribeña que nunca va a ver tu regreso…

So, woman, no cry
No, no, woman, woman, no cry
Woman, little sister, don’t shed no tears
No, woman, no cry

El lamento de tu vibra ahumada por el incienso de tus amanecidas, buen Jerome, incomprendido y estafado, recala en el océano lejano, más allá de mis tierras, las tuyas, quisiera mías, perdidas en los caminos de los rones que nunca nos tomamos. En aquellas donde piratas, corsarios, filibusteros y bucaneros echaron raíces para fundar ese paraíso apellidado Bacardí.
En donde quiera que estés, limón, hielo y Coca Cola. Ten paciencia y espérame. Demoraré bastante en llegar pero lo haré, mientras tanto llora por Georgette mientras yo amo a mi mujer…