LEOPOLDO VIGIL DI FERRETTI
A través del ventanal que da a Larcomar veo la gente cruzando la avenida. Algunos disfrutaron el happy hour en el centro comercial y los taxis aguardan para llevarlos a destinos inciertos. Los guerreros enfrentan el latido salvaje de la noche miraflorina. Estoy sentado frente al mar y la bahía luce hermosa. Al fondo la cruz del Morro Solar brilla esplendorosa y a su costado se insinúa el Cristo del Pacífico, como si se avergonzara de su vecino.
El Casino de Miraflores va llenando sus ambientes y en el bar del tercer piso el pianista inicia su performance. Las notas de Venecia sin ti suenan cuando lo veo ingresar por la puerta. Saluda a los bartenders y estrecha la mano de uno de los mozos. Leopoldo Vigil di Ferretti aún conserva la prestancia de los mejores años de su vida. Viste el terno comprado en las Malvinas y los zapatos de charol son espejos en los que se reflejan las luces del techo. Exhibe la sonrisa seductora con que conquistaba a las chicas del Waikiki y se aproxima. Me estampa un beso en la mejilla derecha.
─Jorgito del alma, amigo de toda la vida, qué bueno volver a verte.
Le devuelvo el abrazo cariñoso y lo invito a compartir el piqueo de aceitunas verdes con cabanossi. Se percata de la botella de Bacardi dorado recién empezada y pide un vaso.
─Hoy voy a tomar ron puro ─amenaza y suelta la carcajada estrepitosa, aquella que hacía temblar las piedras de la playa y asustaba a las gaviotas. Al escucharla en sus días de gloria, sabíamos que el rey de las olas entraba a surfear.
─Te soy sincero, Jorgito del alma. Tenía miedo de venir y revivir la última vez que estuve aquí. Me costó mucho aceptar tu invitación, pero me he mentalizado para llegar entero. En fin, ya estamos acá y que empiece la rumba ─dice al mismo tiempo que se prepara el primer ron cargado, con mucho hielo.
─Tranquilo, Leo, no es para tanto. Dos más iguales y vas a terminar cantando con el pianista.
─Ya nada me importa, Jorgito del alma. Me han querido cancelar por no estar al día con las cuotas, pero todavía soy socio de este club de mierda. Esos viejos maricas ya no recuerdan quién soy y han olvidado cómo chupaban y bailaban a mis costillas.
─Lo sé, Leo, la gente es muy ingrata, solo están en las buenas…
─Exacto, Jorgito del alma ─me ataja el comentario ─. Los amigos se ven en las malas y tú eres uno de ellos. Nunca olvidaré lo que hiciste por mí después de ese sábado aciago de hace unos años…
Leo ganó la licitación para traer arroz desde Vietnam, negocio que le permitió embolsicarse varios millones de dólares y quiso compartir y alardear con sus amigos. Reservó una sala del casino para jugar póker, armó el escenario a su gusto y dispuso cuatro sillas alrededor de la mesa. Consiguió varios mazos de naipes importados y la carta de platos especiales y tragos estuvo a nuestra disposición. Frente a él se sentó John, antiguo amigo que aparecía de vacaciones cuando se aburría de administrar sus negocios en Manhattan. Como buen hijo de inmigrantes californianos, tenía en su haber tres divorcios y buscaba el cuarto braguetazo en las faldas de la hija de un prominente político. No perdió sus raíces peruanas y en una noche de guitarra y cajón le bajó el calzón en el baño de una peña de Surco. Ayudado por el futuro suegro del colorado, Leo obtuvo la buena pro y ganaron un dineral. Tomé asiento a la izquierda de ellos y, mientras esperábamos a Humphrey, empezamos a calentar el momento. Luego de una hora el negro se anunció tras la puerta, exhibiendo su inmensa jeta y enorme collar de oro que contrastaba con la guayabera caribeña. Humphrey, afincado en Panamá, gerenciaba negocios de dudosa reputación en la Zona Libre de Colón. Expiaba sus pecados con viajes frecuentes a la India, donde decía haber encontrado la paz espiritual. Habían caído dos botellas de wisky y Leo, aficionado a empinar el codo, dio muestras de estar más sazonado que nosotros. Para celebrar el éxito de Leo, el negro Humphrey puso sobre la mesa una botella de Don Perignon. Nuestro anfitrión ordenó descorcharla y, con lágrimas en los ojos, atrapado por la emoción brindó:
─Por ustedes, queridos John, Humphrey y Jorge Serrney. La vida no sería la misma sin los buenos amigos ─se limpió la cara llorosa con una servilleta de papel ─ ¡Que no haya tristeza en esta mesa! ¡A jugar de verdad!
El juego siguió dentro de los caminos normales y cerca de la medianoche Leo había perdido mucho dinero y, en la última mano de su vida, teniendo el juego fantástico deseado por cualquiera, puso sobre la mesa las llaves de su Volvo último modelo recién adquirido. John y yo nos retiramos. El negro Humphrey lo observó detenidamente y encima de  las llaves del Volvo colocó un cheque de 200000 dólares, monto que cubría y reviraba la apuesta. Exhalamos un soplido y vimos a Leo visiblemente turbado
─Negro, ¿aceptarías mi casa de playa para seguir jugando?
─Claro, Leo, somos caballeros y nuestra palabra es más que suficiente, ¿Es así o no, muchachos? En demostración de buena fe, sobre tu casa de playa pongo mi terreno de Ate, ¿puedes responder, Leo?
El terreno en cuestión era una joya codiciada, ambicionada por universidades y centros comerciales. El negro Humphrey decía que esperaba el momento preciso para negociarlo.
─Eso y mucho más, negro cabrón. Me cago en tu terreno y contra él va la licitación del arroz que acabo de ganar, ¿qué dices?
John y yo guardamos absoluto silencio. Fuimos testigos de excepción de cómo un juego entre amigos de juventud se descarriló. Supusimos que fueron tiros de salva y una vez concluido volvería la normalidad y la vida seguiría igual. Olvidaríamos las apuestas y nos iríamos deseándonos buenas noches como siempre.
─Pago por ver ─susurró el negro, tragando saliva ─.Va contra tu licitación mis acciones de la minera…
El tiempo se suspendió en el aire. Ambos jugadores dieron una última mirada a sus juegos y Leo colocó una por una las cartas sobre el tapete verde de la mesa. No dimos crédito a lo que miramos. Leo esbozó una amplia sonrisa, sus ojos brillaron y, con el aliento contenido, aguardó que el negro Humphrey dejara caer las suyas…