Hay derrotas  que tienen más

dignidad que una victoria

Jorge Luis Borges

 

Llueve. Martín corre hasta el túnel que pasa bajo las vías del ferrocarril San Martín para refugiarse. Hace frío. Ya no se acuerda cuánto hace que está en “situación de calle”. Él prefiere llamarse callejero. Camina por el sendero peatonal hasta las escaleras en la otra punta. Se sienta en el primer escalón y se tapa con la frazada que trae en la bolsa de consorcio, su equipaje.

Tiene hambre pero llueve mucho para ir hasta la plaza donde repartirán comida en un par de horas. Mejor dormirse un rato. Cierra los ojos y se encuentra en el departamento que alquilaban con Bettina. Un pañuelito pero para ellos, un palacio. ¡Cuántos sueños!  En esa época los dos trabajaban y aunque tenían muchas dificultades, eran felices. Hasta que comenzaron las hemorragias. Primero las encías, luego la nariz. Leucemia fue el diagnóstico. La peleó durante un año pero todo fue en vano. Todavía no puede aceptar que su amor no vuelve más. Todavía sueña con encontrarla. Sabe que jamás volverá a amar a alguien de esa forma.

A partir de ahí nada tuvo importancia. Ni siquiera ese lunes que llegó a la fábrica y se encontró con un candado en los portones. Sus compañeros le contaron que los patrones se habían llevado todas las máquinas y la mercadería en el fin de semana. Buscó trabajo infructuosamente. El dueño del departamento lo esperó dos meses Finalmente tuvo que dejarlo. Vivió un tiempo en un hotelucho de Balvanera mientras le duró la plata de la venta de sus muebles. Después…la calle.

El segundo día ya aprendió las reglas. Se acercó a un grupo que paraba debajo del puente de Córdoba y Juan B. Justo. Pensaba que podrían enseñarle algunos tips de supervivencia.

—¡Lindas zapatilla! —dijo uno.

—¡La campera es para mí! —gritó otro.

Intentó resistirse pero sólo consiguió que lo golpearan y patearan como nunca le había pasado. Se fue rumiando su bronca e impotencia jurándose que nunca más se iba a dejar sorprender. El Viejo Matías, que duerme en la estación de Corrientes y Dorrego, —lo bautizó así por la canción de Víctor Heredia—, le enseñó los lugares donde reparten comida, calzado y abrigo. Es con el único que se da. Prefiere andar sólo todo el tiempo.

De un pedazo de chapa de zinc que encontró en un volquete se armó una faca como alguna vez vio en la televisión que hacían en las cárceles. El mango con trapos y afilada en el cordón de la vereda. Alguna vez va a ir a buscarlos.

El grito lo despierta. Se para y ve a una chica que forcejea con un tipo que quiere arrancarle el bolso. Están a unos diez metros más o menos. Corre hacia ellos y grita:

—¡Soltala!

—¡No te metás puto! —le dice el tipo.

En la carrera lo lleva por delante y lo hace caer. Se abalanza sobre él mientras el tipo, en medio de insultos, saca un arma y dispara dos veces. Siente que algo le quema en el estómago. Con el impulso cae sobre él y le clava la faca en el cuello.

Se tiende boca arriba. Le cuesta respirar. La chica se comunica con el 911. El tipo ya no se mueve. Ella se acerca a Martín.

—¡Gracias! —le dice— ¡Aguantá, ya viene la ambulancia!

Con una mueca de asombro la mirada de Martín se pierde en el techo del túnel. Su cuerpo se estremece como en una convulsión, la sangre sale a borbotones por el costado de su boca mientras en un hilo de voz exclama:

—¡Bettina, mi amor!