Para ser cronista hay que salir…

…para practicar la crónica el  genio

está en los zapatos.

Héctor Abad Faciolince

 

 Seis meses habían pasado desde que el director de la revista de actualidad donde trabajaba le dijo que dejarían de publicar la sección “Noticias Insólitas” que lo había tenido como cronista los últimos diez años. Le explicó que ya la gente había perdido interés en las notas escritas, que ahora la televisión por cable y las publicaciones en internet lideraban esa franja. Julio entendió que, tal vez por compasión, o por la amistad que los unía en tantos años de trabajo compartido, no había podido decirle que ya estaba viejo y que sus crónicas no despertaban el más mínimo interés. De todos modos, pensó, ya estaba en edad de jubilarse, por lo que, ahora que los trámites salen rápido, aún desocupado, podría seguir pagando el alquiler del monoambiente de la calle Guardia Vieja.

—Igual, si alguna vez tenés una nota que considerás válida, llamame —le había dicho cuando se despidieron con un abrazo.

Su vida, ahora, transcurría entre los partidos de ajedrez con otros jubilados en la plaza Almagro y las recorridas por las mesas de saldos de las librerías de la calle Corrientes.

Fue en uno de esos reñidos encuentros ajedrecísticos que, como al pasar, alguien mencionó algo sobre el coleccionista de calaveras.

—Carabelas —le corrigió Julio— prototipos de barcos antiguos, habrás querido decir.

—¡No! —dijo el otro marcando las sílabas— ca—la—ve—ras, cráneos humanos.

La alarma de su instinto periodístico se disparó al instante.

—¡Contame más! —le insistió

—¡Eso nada más! Mi hermana me dijo que lo escuchó en la peluquería.

—¡Por favor! ¡Preguntale! Conseguime la dirección.

 

Una semana después el hombre se le trajo con la advertencia de que iba a ser difícil que lo recibiera. Ahora se encontraba frente a la casa, corroborando el número que tenía en el papelito. Era una casa antigua, con mármoles de color bordó y puerta de hierro forjado de dos hojas. La ventana, a la derecha de la puerta, tenía una reja labrada simulando ramas con hojas pequeñas y flores.

Tocó el timbre y esperó. Por el portero eléctrico, una voz de hombre dijo:

—¿Quién es?

—Buenas tardes señor. Soy Julio Figueredo. Soy periodista y quisiera que me diera unos minutos de su tiempo.

—¿Periodista? ¿Y para qué quiere verme?

—Quiero hacerle un reportaje sobre su colección.

—¿Colección? ¿De dónde saca que yo tengo una colección?

—Mire, usted sabe, los periodistas no podemos revelar nuestras fuentes, pero yo le garantizo la mayor seriedad en el reportaje.

.—Aguarde —fue su lacónica respuesta.

Unos minutos después, abría una las hojas de la puerta un hombrecito delgado, bajo, calvo, de tez muy pálida y ojos hundidos.

Julio le tendió su mano.

—Mucho gusto, ¿señor…?

—Llámeme Ciro.

—Señor Ciro. Como le dije me llamo Julio Figueredo, y trabajo para la revista Porteña —mintió Julio— y queríamos hacerle una nota referente a su colección de cráneos. Por supuesto que publicaremos sólo lo que usted nos autorice —agregó tratando de ganarse su confianza.

El hombrecito pensó un momento y luego, apartándose de la puerta, le hizo seña para que pase. Pasaron a un hall pequeño, transpusieron una puerta cancel de dos hojas y vidrios protegidos por cortinas con angelitos. Ingresaron a un ancho living, en el que resaltaba un juego de sillones de pana, sobre una mullida alfombra, por sobre el resto del mobiliario. Una araña con caireles de cristal y escudos de armas sobre las paredes, daban al ambiente un aire colonial.

Ciro le señaló el sillón grande y él se sentó en uno de los sillones de un cuerpo.

—Bueno —le dijo usando un tono amable por primera vez— Veo que usted, Julio, ¿no?, sabe de mí muchas cosas. Déjeme a mí, ahora, saber algo de usted. ¿Dónde queda la revista que mencionó? ¿Con que frecuencia sale?

—La redacción funciona en un departamento en el barrio de Once —inventó Julio rápidamente—. La publicación es mensual. Esta nota, seguramente, se publicará el mes que viene, o el próximo.

—¿Y por qué le interesa esta colección? —volvió a preguntar Ciro.

—Porque es bastante insólita. Tengo curiosidad por saber cuál es el hilo conductor entre las diferentes piezas. Cómo las obtiene. Qué busca con cada una. ¿Puedo sacar fotos?

—¡No! ¡Nada de fotos! —respondió el hombre enfáticamente— No quiero arriesgarme a que su mujer o sus hijos las suban a la web. ¿Tiene hijos, no?

—No, no tengo hijos. Soy viudo hace muchos años. Sólo las usaría como ayuda memoria cuando escriba la crónica.

—Igual, alguien que comparta su casa podría acceder a ellas.

—¡Tranquilo Ciro! Vivo solo. Igual, está bien, no voy a sacar fotos.

—Le creo. —dijo Ciro con una sonrisa mientras se incorporaba— Pero, por favor… ¡Deje el celular aquí! Pasemos.

Julio se paró y lo siguió. Salieron por una puerta lateral a un patio lleno de macetones con helechos, jazmines y otras plantas que no pudo identificar. Sobre la derecha se veían varias puertas con grandes postigos metálicos, también de dos hojas, todos cerrados. Al final del patio, de frente, estaban la cocina y el baño, que Julio identificó porque sus puertas estaban abiertas. A la derecha del baño, se veía una placa de madera en el suelo, con una manija de hierro. Ciro tiró de ella y levantó la tapa sobre la pared, dejando al descubierto una escalera de madera. Bajó unos escalones y encendió la luz. Julio bajó detrás de él. Una vez abajo pudo ver que el sótano era amplio. La bombita daba una luz tenue, dándole al escenario un aspecto sobrecogedor. Desde las estanterías, dentro de cajas de vidrio o de acrílico, montones de órbitas vacías parecía que “lo miraban”. Un frío le corrió por la espalda. Se sobrepuso y se acercó a la primera estantería.

—Cada caja tiene una etiqueta, con la descripción de su antiguo poseedor y el año del deceso —explicó Ciro—. Por respeto, la identidad no está revelada. Sólo su profesión o actividad más saliente. ¡Ah! Y hay sólo una pieza por característica. No se repiten.

Julio comenzó a leer algunas y comprendió lo que el hombre le había dicho: “Médico de Villa Crespo—1975; Abogado de Balvanera—1987; Jerarca Nazi de Bariloche—1968; Asesino serial de Mar del Plata—1981; Cacique Mapuche de Neuquen—1996”. Sobre este último, Ciro le hizo notar que conservaba todas sus piezas dentarias.

—¿Cómo consiguió cada una? —le preguntó al hombrecito

—Los periodistas no revelan sus fuentes. Los coleccionistas no revelamos nuestros proveedores —le respondió sonriendo— Tengo amigos en algunos cementerios y en hospitales también.

Siguió recorriendo las estanterías. Una sensación que no lograba plasmar en palabras daba vueltas por su cabeza. Cuando llegó a la última vio, sobre la pared del fondo, una puertita de no más de 70 cm, cerrada con pasador y candado.

—¿Qué hay detrás de esta puerta? —preguntó Julio.

—¡Ah! ¡Ahí no se puede pasar! ¡Esa es mi colección exclusiva! No la comparto.

—¡Vamos Don Ciro! ¡Por favor! ¡Ya llegué hasta acá! ¡No me va a dejar rengo! —Insistió Julio.

El hombre pensó un momento y sacudiendo su cabeza de un lado al otro, con resignación, sacó una llave de su bolsillo, abrió el candado, corrió el pasador, encendió una llave de luz que se encontraba a la derecha de la puerta, la abrió y, con un ademán, le hizo seña que ingresara. Julio se agachó, pasó por la puerta y, cuando se estaba incorporando del lado de adentro, junto con el golpe de la puerta al cerrarse, el pasador deslizándose y el clic del candado, el flash relampagueó en su cerebro: ¡no había un periodista en la colección!