Necesitas hacer tiempo
para tu familia sin importar
lo que pase en tu vida.”
Matthew Quick

Entró al barcito y se sentó en una mesa de dos junto a la ventana. Miró la hora en el reloj que llevaba en su muñeca. Era una acción que se repetía cientos de veces en el día. Alberto vivía pendiente de los horarios. Siempre decía que, para él, el día debería tener 26 horas. Aún cuando conducía estaba pendiente de la hora. Le bastaba un pequeño giro de su muñeca sobre el volante para aplacar un poco su ansiedad. Al trabajar en la computadora trataba de arremangar su camisa para tener al reloj dentro de su ángulo de visión. Por supuesto que tanto en el tablero del auto como en la pc tenía forma de saber la hora, pero sólo le daba seguridad su Rolex.
Ahora esperaba a su mujer, con quien había quedado en tomar un café en el intervalo entre dos reuniones de trabajo. Ella había insistido en encontrarse con él, aún cuando sabía que no le gustaba distraer tiempo para asuntos personales en horario de trabajo. Le había dicho que era algo importante y que no podía esperar a la noche. ¿Qué cosa puede ser tan importante que no pueda esperar unas horas? Revisó su agenda y, al comprobar que tenía un hueco de dos horas entre la reunión con el grupo de promotores y la visita de unos clientes del interior, le confirmó la cita en el barcito de la esquina de la oficina.
Alberto era Gerente de Marketing en una importante multinacional. Había obtenido el puesto hacía dos años, después de estar un poco más de tres años como ayudante del gerente anterior. Con una formación académica superior a la de su jefe y mucha dedicación había terminado desplazándolo.
Volvió a mirar la hora, todavía faltaban quince minutos para la hora convenida con su esposa. Le pidió al mozo que le trajera un cortado. Después pediría otro cuando ella llegara. Miraba distraídamente por la ventana mientras hacía girar la cucharita en el pocillo, cuando escuchó una voz masculina que le decía:
—Buenas tardes, ¿me permite una palabra?
—No quiero comprar nada. Estoy muy ocupado. —respondió sin mirar.
—No intento venderle nada —insistió la voz— para vender está usted, ¿no? Sólo quiero hacerle algunas preguntas.
Levantó la cabeza y lo observó con más atención. Era un hombre mayor, vestido con un traje oscuro de buena factura. No lo conocía, aun cuando su rostro le resultaba familiar. Tal vez tenía un parecido con su padre, fallecido hacía muchos años.
—¿Nos conocemos? Encuestas no acostumbro a responder.
—Usted a mí no me conoce. Yo a usted sí. Y no es una encuesta. Sólo son unas preguntas para reflexionar. Tres, para ser más preciso ¿Puedo sentarme?
Miró otra vez la hora, pensó un instante y como le había picado la curiosidad, le dijo:
—Tiene exactamente trece minutos. Siéntese por favor.
El hombre se sentó sin mover la silla.
—Bien, va la primera: ¿Cuánto hace que no juega a algo con sus hijos? Un picadito, un mete-gol-entra, remontar un barrilete, un desafío en la play…
La pregunta lo dejó atónito. Balbuceó una respuesta
—Ehh…No sé…No estoy seguro…Pero… ¿No le parece que eso es muy personal?
—Sí, claro. Las preguntas son personales, justamente, para que usted pueda enfocarse y reflexionar, como le dije, en formas de vida.
Alberto pensó que el viejo sabía cómo despertar su interés y decidió seguirle el juego para averiguar a donde quería llegar.
—Creo que bastante. Pero ellos tienen su grupo en el country. Los varones hacen fútbol y la nena hace hockey. Además tienen un montón de actividades recreativas.
—¡Ah sí! El country! Pero jugar con el papá no es lo mismo que con el grupo de amigos.
—Lo que pasa es que no me da el tiempo. Trabajo desde las 8 de la mañana hasta las 9 de la noche.
—Son muchas horas…
—Si, pero lo hago por ellos. Para que puedan vivir en un lugar de primera, como viven. Van a los mejores colegios. Usan ropa de marca. Cuando sean grandes lo van a apreciar.
—No esté tan seguro.
—¿Y por qué no?
El rostro del hombre se ensombreció.
—Los míos ya son grandes y siempre me pasan factura.
—¿Cómo es eso?
—Cuando los invito a mi casa siempre tienen actividades programadas con sus hijos, mis nietos. Y casi nunca los veo ni a unos ni a otros.
—Bueno, estar ocupado no es pasar factura
—Alguna vez escuché que comentaban entre ellos que no querían repetir historias y por eso pasaban tiempo con sus hijos. En fin…Voy con la segunda: ¿Cuánto hace que no sale solo con su esposa? A cenar, al teatro. Una escapada de fin de semana…
—¡Ah no! ¡Ella sí que no se puede quejar! Me revienta la tarjeta comprando ropa y zapatos en la Galería Pacífico. Vamos a cenar a los mejores restaurantes.
—A ver si entiendo —dijo el hombre—. La ropa, claro, es de primera. Y la luce en las salidas a los mejores restaurantes. ¿Con quién salen?
—Con amigos…Bueno, en realidad…son profesionales o comerciantes conocidos.
—Pero son cenas de negocios ¿no? Donde los hombres hablan de trabajo, de finanzas, de sus empresas. Y ella con las mujeres de los otros, hablan de cosas que en realidad no le importan a ninguna, porque no son amigas, ni tienen nada en común, más que sus maridos empresarios.
—Bueno, tampoco es siempre. Los fines de semana que no salimos cenamos en el restaurante del Club House del country, que es de primera, y allí sí están nuestros amigos.
—En el country… —se quedó pensativo — en la mesa con su grupo de amigos… ¿No les pasa ahí que los hombres hablan de fútbol, del torneo interno de golf, o de tenis, y las mujeres los chimentos de las socias que no son de su grupo?
—Sí, claro, y a veces, de las del grupo también —por primera vez sonrió.
—Yo, en realidad, me refería a salir ustedes solos, para estar juntos y sin nadie más, para conversar de sus cosas. O si no quieren salir, quedarse solos en casa, a prepararle a ella su plato preferido, por ejemplo un sabroso risotto, como hacía cuando eran novios. Total, una noche los hijos pueden quedarse en la casa de los abuelos, y seguro que lo van a disfrutar.
Alberto abrió los ojos asombrado. ¿Era una casualidad? O tal vez el viejo lo conocía desde hace mucho.
—¿Risotto? ¿Cómo sabe que cocino risotto?
—El diablo sabe por diablo…pero más sabe por viejo.
Esta vez sonrieron los dos.
—El objetivo de esta pregunta —siguió el hombre— es percatarse que cuando los hijos vuelen, ella va a ser su única compañía. Y lo que se va soltando a lo largo de años, después no se puede atar con alambre.
—¡No hay nada que se esté soltando entre mi mujer y yo! —el tono de Alberto denotaba que el comentario lo había incomodado.
—Mire, cuando mi mujer me dijo que quería separarse, yo no entendía por qué —la voz del hombre denotaba tristeza— y era porque nunca me paré a pensar cuáles eran sus verdaderas necesidades como persona, más allá de las materiales. Recién cuando me quedé sólo lo pude entender.
Alberto, ya sensiblemente molesto, por estos planteos, que lo dejaban tan descolocado, intentó cambiar el eje de la conversación.
—Usted mencionó con cierta ironía que los ejecutivos solemos hablar de golf. Bueno, yo juego al golf y tiene sus ventajas. Sepa que los mejores negocios se cierran más a menudo en una cancha de golf que en una oficina. Y de eso vivimos bien toda la familia. Y no les falta nada.
—No, claro, no les falta nada. Salvo usted. Y aquí me da el pie para la última pregunta. ¿Por qué dedica tanto tiempo a su trabajo?
—¿Por qué? Porque me gusta lo que hago, porque es necesario dedicar esfuerzo para lograr objetivos positivos. Porque de eso vivimos, y vivimos bien. Porque la empresa espera de mi esa entrega, y me recompensa por eso.
—¡Ah claro! —interrumpió el viejo— ellos esperan…Usted todavía no se dio cuenta de cómo funciona esto, ¿no? La empresa, como usted la llama, es una gran máquina de hacer jugo. Y usted será importante mientras sea una naranja nuevita, lustrosa y muy jugosa. Y empiezan a exprimirlo de a poco, para que usted no lo note. Como a la rana que la ponen al fuego en agua fría, para que no se dé cuenta de que la van a hervir. Y mientras tenga jugo, le van a sobar el lomo. Pero un día, cuando le quede poco, vendrá otra naranja, de una cosecha más nueva, ocupará su lugar y usted irá a parar al centro del exprimidor y será parte de los desechos que se descartan definitivamente. ¿Se acuerda de su antecesor?
A esta altura Alberto se preguntaba por qué carajo había aceptado escucharlo. En ese momento se da cuenta que su esposa lo está mirando a través de la vidriera parada en la calle. Le hace seña para que pase, y aliviado, le dice al hombre:
—Amigo, se acabó su tiempo. Ahí llegó la persona que estoy esperando.
El hombre sonríe y se pone de pie. Mientras tanto, su mujer entra al bar, y con una cara entre asombrada y temerosa le dice:
—Alberto ¿Te sentís bien? ¿Estabas hablando solo?
Alberto no entiende lo que ella le dice. Fija su mirada alternativamente en uno y otro. Ella no parece advertir la presencia del viejo. Le pregunta al extraño:
—¿Quién sos?
El viejo, vuelve a sonreír y, tuteándolo por primera vez, responde:
—¿Importa eso? Ahora sólo enfocate en lo que sigue, y cuando ella te diga que se quiere separar, aplicá todos tus conocimientos de marketing para convencerla de que te dé una oportunidad, que vos realmente querés y podés cambiar.

Osvaldo Villalba
14/05/2014