Apareció como una herida en el pecho, pero el dolor era lateral, frontal crudo, ecléctico. Ese dolor se percató de que me había percatado. Juró nunca curarse ante mis ojos y fui incapaz de rebatirlo, pues ese día supe que llevar guerra encima significa buscar eternamente la paz. Herida de por vida, como sujeto y como adjetivo; todo esto lo aprendí ese día, aunque te suene sarcástico, déjame decirte que, en el fondo, lo sabía.

Recuerdo como me ahogaba en unos ojos que a día de hoy son desconocidos. Amé sin prejuicios ni vacilaciones, puse toda la carne en el asador y no me paré a dormir en los rincones. Estaba despierta como Morfeo en su día de fiesta.

El resto no hace falta contarlo; las heridas del corazón son aquellas que se desplazan, que al final se sienten en todas partes y en ninguna, sí, todo eso aprendí ese día en el que ya no solo hablaba la cordura, también la melancolía dijo la suya.

Fue un brindis a tres, aunque nadie levantó su copa. Fue un trato conmigo. Ese día di el paso de olvidarme hasta de mí, de vivir presa del presente y preferirlo antes que al anclaje al pasado con la bandera a media asta y el vestido raído por la sal y las lluvias.