A veces te ausentas esperando que alguien te extrañe.
La ultima vez que lo vi fue en el café de siempre; ahí estaba dando sorbos a un café; dos cucharadas de azúcar lo hacían sentir eufórico. De boca grande, su piel tostada, de entre su sien un tono platino lo harían ver un hombre de mundo. Intercambiamos un par de palabras; después de ese día el abismo se abrió. Los días pasaron y sin darnos cuenta cada gota de café fue diluyéndose entre las calles del puerto; se borraron las huellas de sus pasos. En las fiestas decembrinas lo vi con su suéter de rombos, su fortaleza era apenas un puñado de olvidos. El mar extrañó sus mimos, la sal aferrándose a sus heridas internas. Las células hicieron guerrilla en su contra y se fue apagando. Nadie sabía de ese esfuerzo por salir a ignorarlo todo. Algunas veces intentó volver a tocar el mar, mutar en un par de olas. Sentarse y releer un par de páginas de su libro favorito. Pero todo intentó fue en vano. Sus manos se aferraron al árbol de limón que había cuidado durante años y dónde solía pasar las tardes. Una mañana logró salir de la cama, y con la tarde, junto al árbol se envolvió en su capullo. La seda, con el paso de los meses, lo fue transformando en crisálida. La guerra en su cuerpo había terminado, y él voló libre a surcar los mares y ser arena de mar.

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