Campamento del M19 en Santo Domingo, Ciudadela de la Paz  (Colombia), martes 5 de septiembre de 1989.

 

Acudí puntual a la maloca. El taita Chandoy depositó en mis manos un pequeño vaso de madera, del tamaño de una taza de café, contenía un líquido espeso con apariencia de alquitrán. Había preparado el brebaje, hirviendo, durante horas, ayahuasca machacada y hojas de chacruna.

—Vas a concentrarte, no tener miedo y pedir —me dijo poniendo énfasis en cada palabra—. Si necesitas vomitar, tienes el balde. —Me entregó un cubo y un rollo de papel higiénico—. A veces produce diarrea. Si quieres echarte, puedes hacerlo. Yo estoy para cuidarte. No te va a pasar nada. Hay que pedirle a la madre de la ayahuasca que nos proteja para una buena ceremonia.

»No estés nerviosa —continuó—. Permanece tranquila. El yagé puede tardar unos treinta minutos en hacer su efecto. Debes entregarte a la madre y no ofrecerle resistencia. Déjate llevar por ella.

Me sentó con la espalda apoyada en la pared, apagó la luz y comenzó a moverse a mí alrededor cantando ícaros y soplando humo de tabaco sobre mi cabeza. Tomé el brebaje en tres sorbos: su sabor amargo era repulsivo; me ardía el esófago. Todos mis sentidos comenzaron a aguzarse. El mareo hizo que me sintiera borracha. Azul, rojo y amarillo se fusionaban transformándose en verde, naranja y púrpura, formando ondas y olas a mí alrededor; descubrí que podía tocar los olores de cada uno de los productos que el tayta mantenía en la maloca para sus ceremonias: el fuego, el ambil, el mambe, la caguana y la manikera, el casabe, el ticupi, la caparama y el maní se acercaban a mi mano como si tuvieran vida propia. Tuve la sensación de estar rodeada de cientos de miles de hormigas y de los insectos que me repugnan: cucarachas, tarántulas y serpientes. Pero lo terrorífico estaba por llegar[1]. El taita Chandoy me dijo: “Concéntrate en el corazón”. Se abrió una voz profunda en mi mente e inicié una conversación con ella. En todo momento tuve conciencia de que no hablaba conmigo misma, sino con un ente espiritual que no era yo. Empecé a llorar porque, de súbito, me vi obligada a responder a todas aquellas preguntas en las que no quería pensar: «¿Soy una buena madre? ¿Acaso una buena madre abandona a su hijo? Siempre supe que debí regresar con él a España». En cuanto intentaba pensar en otras cosas, la voz me obligaba a seguir: “Lo has alejado de ti. Eres la peor madre del mundo”. Se amontonaban, agolpadas unas sobre otras, sin tregua, las decisiones que me habían convertido en la clase de persona que era. Mi búsqueda de justicia social: ¿no era el camino que había seguido con el propósito de acallar mi mala conciencia por la fortuna de mi familia y para sentirme admirada por los demás? Tuve percepción de todas y cada una de mis vivencias más oscuras. Pequeñas culebras salían de mi boca. Una serpiente inmensa comenzó a engullirme, sin que lograra oponerle resistencia. Entonces experimenté el terror de que la voz me anulara y tomara el control de quien yo era; temí que me encerrara en su mundo de espíritus. No fue una experiencia liberadora, sino de muerte. No quería sucumbir con toda aquella mierda dentro de mí. Luché para escapar de la serpiente, pero los esfuerzos por liberarme de la madre de la ayahuasca se transmutaron en nuevos vómitos que nacían en lo más profundo de mis entrañas, provocándome dolores insoportables.

El taita me despertó a las 4 a.m. La maloca estaba débilmente iluminada  por las brasas de una hoguera mortecina. Me encontraba recostada junto a un balde repleto de vómito. Me dolían las extremidades, mi boca tenía el sabor de la bilis. Abandoné aquel espacio sagrado bajo una fuerte resaca, sentía mi cerebro palpitar contra los huesos del cráneo.  Al llegar a mi puesto, los tres gamines me esperaban. El recuerdo de la madre de la ayahuasca enroscada a mi cuerpo me provocó tales nauseas que les dije que me encontraba enferma, y me retiré al cambuche. Dormí cuarenta y ocho horas seguidas. Cuando el comandante Gato me visitó, le dije que había contraído la gripe y no quería contagiar a los compañeros. Me dejó tranquila.

Nunca volví a hablar con el taita Chandoy sobre lo vivido durante las horas que duró la ceremonia de la ayahuasca. Inexplicablemente, un día él desapareció sin que me hubiese contado la verdad sobre su condena a muerte. Aquello que recuerdo de esa noche, es lo que he narrado. Fue una experiencia que no me libró de mis fantasmas. Los sacó a la luz sin filtros que los atenuaran y desde entonces tuve que aprender a dormir con ellos y a revivirlos en mis recurrentes pesadillas.

(fragmento de mi  novela BOTAS DE HULE)

[1] La ayahuasca hiperactiva la amígdala que actúa como un almacén de los recuerdos emocionales, específicamente de los más dramáticos o significativos. También activa la ínsula, que crea un puente entre nuestros impulsos emocionales y nuestras capacidades de toma de decisiones. Según los neurólogos es ahí donde nuestra conciencia es mediada y los estados emocionales son generados. Nuestro proceso de toma de decisiones tiene un poderoso componente emocional. Cuando cualquier estímulo entra en el cerebro, este trata de comprenderlo basado en experiencias previas. Los eventos poderosos o dramáticos, crean una impresión en el cerebro, un patrón que es como un atajo activado cada vez que enfrentamos una situación similar. Eventos repetidos provocan que estos patrones neuronales refuercen sus conexiones con proteínas, edificándolos como tejido de una cicatriz. Es así como estos traumas están arraigados en nuestros cerebros. ¿Cómo afecta la ayahuasca a esos patrones cerebrales? La ayahuasca hiperactiva toda la región cerebral donde almacenamos y procesamos la memoria emocional, descubriendo los traumas reprimidos. Esta hiperactivación abre las puertas del subconsciente.