La madrugada fría me sorprendió durante el encuentro con esa dama fugitiva de una sola cara que nos vigila de noche, mientras la sombra le recorre el rostro víctima del acné estelar hasta diluirse en el alba. Como si de una aventura trasnochada se tratara, quería visitarla en su mejor momento, cuando el brillo castigaba mis ojos diurnos y trasnochados por la espera de la magia de porcelana con luz de plata. Por nada me quería perder esta noche venturosa.
Salió de la bruma, donde parecía esperarme y sobre el horizonte me saludaba con su distante mirada selenita. Era blanca y redonda como un pan de horno, hasta que le avisaron que venía un eclipse a ocultarla de esa audiencia global la cual exclamaba al ver tanta belleza junta en el cielo, sobre las tragedias que afectan esta humanidad. Entonces se puso azul, como inflada de la indignación por el trato injusto en su noche más brillante, hasta que lentamente el velo penumbroso la dejó tras bambalinas que brillaban del sonrojo de cielo encendido con estrellas de fósforo a su alrededor.
En lo más profundo de esa noche agitada, la busqué tras las constelaciones donde seguro se confundió con esos asteroides que merodean los universos sin descanso, viajando siempre de noche. Al igual que las lluvias de estrellas, no era necesario verla para sentir su presencia y bañarse de sus rayos fríos con la paciencia de la madrugada. Hay momentos en los que la magia viene de arriba y basta con dejar que caiga sobre tí.
Cuatro lunas más tarde se hizo de mañana y el amarillo llegó a limpiarle la cara a esa bóveda dramática, donde perdí la esperanza de presenciar nuevamente algo parecido en lo que me queda de vida.
El alba aclaró el resto del día pero debía cambiarme porque era un hombre nuevo, dispuesto a llenar las horas hasta el próximo encuentro con la luna que viene.