Los pechos, los labios y las piernas se rozan. Cada piel siente la ajena como propia. Un torrente de sudor estalla al mismo tiempo que esas caricias se proyectan sobre las paredes de la habitación en penumbra. Son sombras chinescas moviéndose al compás de un blues profundo y desgarrador, una interminable súplica que reclama la posesión del otro. Parece un baile silencioso y sincopado formado por los nerviosos jadeos y cortas frases que, en realidad, se esparcen hasta resonar por cada rincón.
En un momento del encuentro, sentido como eterno, varios gritos escapan de una de esas gargantas y acuchillan el aire que los envuelve. Son desgarradores y gozosos, reclamantes de muchos otros, urgentes por prolongarse más allá de la vida. Emanan desde la profunda sima donde esta nace. Entre espasmos, viajan por cada milímetro del cuerpo tan deprisa como lo hace la luz por el espacio. Arqueando la espalda y traspasando la pelvis, concluyen hasta llegar a navegar en armonía por el gigantesco cosmos que hay más allá de cada mirada. Es un universo que los amantes han engendrado entre besos y caricias, es la vida que recrean cuando explota dentro de sus bocas. Sienten por igual que en aquella unión solo existe un mismo vientre por el que mana toda la pasión.
Una vez desfallecen, ruedan cercanos hacia los extremos de la cama, hacia los confines de un territorio al que pronto desearán volver.

Toman aliento. Se arañan la palma de la mano estirando los brazos. Ríen. Satisfechos y sorprendidos por lo que han sentido, se giran hasta que los ojos se encuentran, perdiéndose en un mar de bonanza y provocando que un posterior abrazo, entre infantil y maternal, los traiga de vuelta a la realidad.

Marzo 2016