Huellas secas en el barro, espadas de filos mellados,
jirones de ropa ensangrentada esparcidos sobre el terreno.
Miro el campo de batalla, el aire frío de la tarde agita suavemente lo que ha quedado.
¡Tanta desolación me ha estremecido el alma!
Plañideras suenan lejanas, los muertos están enterrados.

Lloro por el llanto derramado,
por las cicatrices que nunca desaparecerán.
Suspiro, y me apresuro a dejar el lugar.

Entonces escucho el canto de un guerrero,
de un corazón templado al calor de su acero.
Canto de gloria y libertad,
el guerrero ha vencido y su victoria
cantando va.

Contemplo su rostro, su pecho, sus manos.
Rostro fiero ahora relajado.
Sus arrugas profundas, modeladas bajo el sol y el esfuerzo,
intimidan al que llega nuevo.
El pecho, arañado de cicatrices,
está plagado de galones vivos que atestiguan
su cruenta pelea.
Ha atado la espada a su muslo, mas…
ahora sabe usar sus armas,
ahora sus brazos están musculados,
ahora su grito hiela la sangre.

Salió siendo un chiquillo ingenuo,
luchó hasta la extenuación, perdiendo inocencia y sangre a partes iguales.
Ahora regresa fuerte e imponente
y viene cantando el canto del guerrero.

-Enséñame la canción -le pido.
-¿Yo? Tú me la enseñaste primero.

Mi corazón salta: él es el guerrero, el que ha vencido sus batallas,
y regresa imponente y fiero.

Mi corazón canta
¡el canto del guerrero!