Mientras mi abuelo iba perdiendo la memoria, me invitaba a buscar las palabras olvidadas por él. Cuando descubría alguna nueva o una que me llamaba la atención, la escribía en un papel naranja con un rotulador luminoso. Doblaba el papel y la introducía en una caja de latón que un día él me regaló. Las que escribía en papeles amarillos me gustaban menos, sin lógica ninguna, me sonaban peor.
Así que empecé a leer y a apuntarme un montón de palabras que aprendí en poco tiempo. No fue suficiente, porque a veces mi abuelo, no solo olvidaba las palabras, si no el significado. Al lado de cada palabra, en cada papel, escribía también su definición.
Muchas veces la memoria le devolvía a situaciones del pasado por el mero hecho de que yo dejara comida en el plato: “tendrías que pasar hambre” –decía.
Su mirada se plantaba en las sobras que yo había removido ya varias veces y comenzaba a hablar de la postguerra:
“Cuando ya teníamos partida la sandía, a punto de hincarle el diente, se fue la luz. El hambre que nos devoraba las tripas, no nos dejó parar. Se oía el sorber del jugo y nuestra ansia a oscuras. Vino la luz, solo quedaban las cáscaras y las pipas negras escupidas por la mesa, la pared y el suelo. Nos mirábamos unos a otros, limpiándonos con la mano la baba rosada que nos caía de la boca. No, tú no sabes lo que es el hambre.”
Repetía cien veces las mismas desventuras, con su voz rígida, atrapada por el cuello de su camisa, abrochada hasta el final, asomándose de su garganta esa piel blanquecina y pastosa que tiritaba al compás de su historia.
Me preocupaba la mente del abuelo, no quería que me olvidara y él no quería olvidar. Empecé a leerle los libros que antes leía yo. Me escuchaba muy quieto, atrapando las palabras como moscas, me interrumpía constantemente: “Espera, que ésta no la sé”– decía.
Abría de uno en uno los papeles, con rapidez, buscando la palabra que acababa de oír, pero una vez encontrada, le debía repetir la frase donde nos habíamos quedado, porque ya había perdido el hilo de la historia:” ¡empieza otra vez!, ¡se me va la cabeza!”–decía enojado
Alargaba la mano, mientras se atormentaba, para coger mi tazón de cacao. Daba un trago y se levantaba a buscar su dentadura que no sabía donde la había dejado, goteando por el pasillo chocolate y gruñidos: “A tu edad yo no tenía golosinas. No existían. Solo quería una bicicleta que me prometió mi hermano Juan, el mayor, que me la iba a mandar por tren”– decía
Y se quedaba sin terminar, vacilando ante la siguiente frase que tenía que decir. “¿Y qué pasó abuelo?”–le decía yo recuperándole. “Todos los días iba a la estación, pero la bicicleta no llegaba nunca, nunca…Juan era rojo… huía, yo solo quería esa bicicleta…yo no entendía nada… ¿tú tienes bicicleta?”
En mi grupo de palabras: “rojo, con el significado, encarnado, muy vivo”, era de color naranja, de las que me gustaban, pero en la boca de mi abuelo era oscura y negativa.
Agobiado por sus pérdidas de memoria y por lo que no cesaba de recordar, el abuelo desdobló: “exhausto, con el significado, cansado hasta el extremo”.
Mi abuelo dijo entonces: “me siento exhausto”. “Nunca llegó la bicicleta, ni tampoco mi hermano, le mataron, los otros, nunca llegó hija…” . Él se quedaba en silencio, mirando las palabras luminosas amarillas y naranjas desperdigadas encima de la mesa, con sus manos temblorosas, perezoso por buscar tantas palabras como tenía que decir. Un día, no habló más, le recuerdo así, callado, dándole vueltas a los papeles con los labios apretados.
En esos últimos momentos de su vida, en el tiempo del silencio, buscó la palabra “cariño”, con el significado: “inclinación al buen afecto que se siente hacia alguien”, de color naranja y cogió tres de color amarillo: “no, muerte y borrar”.
En su mesilla, ordenó la frase: “muerte no borrar cariño”. Sin pronombres ni artículos, no nos cabía ni una palabra más.