Todo llega. Incluso sin planificarlo demasiado, casi sin pensar. Se te viene encima. Te da en la cara como una bofetada, aunque en el fondo lleves todo el año deseándolo. La espera es larga. Primero la llegada al aeropuerto con dos horas de antelación, nada más y nada menos. Luego las largas colas para el check in y el control de seguridad. ¡Menudo peñazo! Te dan ganas de salir corriendo, pero aguantas todas esas absurdas incomodidades con tal de alcanzar el momento anhelado. Te embarcas en el vuelo entre empujones. En un trajín de trolleys y bolsos de mano, de personas solitarias, risueñas o taciturnas. De familias enteras cargadas niños y de parejas de mediana edad que por fin se dan el lujo de viajar solas en un vano intento de recuperar el tiempo que la rutina y la vida les han robado.
Y sí, todo vale la pena por vivir ese momento en el que el avión, todavía en tierra, acelera al mismo tiempo que el corazón se te desboca en el pecho y empieza a subir lentamente, en tensión, luchando contra las leyes de la física. Por fin alza el vuelo de una manera primorosa y resulta victorioso frente a la fuerza de la gravedad como una alegoría de la prometida felicidad de tus vacaciones.