Por la noche

 

Tras el cristal  del balcón miro la noche quieta y oscura. Veo al gato negro vigilante sobre el pretil del puente romano que hay frente a mi casa. Abro la puerta y salgo fuera para respirar el aroma de los dompedros del jardín.

El Negro vuelve la cabeza y sus ojos brillantes me miran fijamente. No se si por el miedo que le da verme a estas horas tan intempestivas o porque está haciendo «guardia»  esperando algún compañero de correrías y mi presencia podría ahuyentarlo. Comienza un maullido violento que arrastra lastimeramente como  llanto de bebé  hambriento. De hecho,  si no le estuviese viendo alzar la cabeza hacia el cielo y estirar la garganta en el gruñido, pensaría que algún niño pequeño reclama la teta de su madre.  Aumenta la rabia en su llamada y el brillo de los ojos adquiere un matiz sangriento al reflejar la luz  de la farola que ilumina la entrada de mi casa.

No  puedo soportar ese maullido, ni su mirada en la oscuridad de la noche.

Siento como se le va erizando el pelo del lomo aumentando de tamaño, y enarbola su cola negra como si una oruga enorme se hubiese incrustado en su cuerpo. Realmente tiene un aspecto aterrador y  a mí también se me pone el vello de punta,  mientras una sensación de angustia indescriptible me atenaza las entrañas.

Quizá el miedo del gato y su posición de ataque-defensa ha despertado la mente ancestral en mi cuerpo, recordando las noches largas y oscuras que nuestros antepasados primitivos enfrentaba. Los peligros ocultos de animales salvajes que les deparaba su forma de vida en la naturaleza.

O… puede que… a estas horas de la madrugada cuando los objetos se difuminan en la oscuridad y el silencio lo llena todo, su maullido lastimero me ha parecido mucho más aterrador que si  hubiese sucedido a  la luz del día.

O… quizá….. el gato me ha «contagiado» su miedo.

No sé exactamente qué ha pasado  pero, retrocedo hacia la puerta del balcón y entrando en la habitación la cierro tras de mi.

De repente, la noche se ha poblado de ruidos extraños, pasos sigilosos y sombras difíciles de identificar. Los perros han comenzado a aullar en una serie orquestada a través de la distancia y el viento arrastra ecos lejanos de truenos que anuncian tormenta. Un coro de gatos con diferentes matices vocales se ha unido al  Negro en su llamada.

No me ha gustado la sensación. No ha sido buena idea salir al balcón para contemplar la noche.

Los miedos atávicos siguen escritos en nuestra piel y en cualquier momento pueden salir a flote. Aún tememos que el sol, cuando se duerme por el horizonte, se pierda tras él y no llegue iluminar  un nuevo día.

 

Por la mañana

 

Me asomo al balcón y el gato negro sigue en el pretil del puente.

Imagino que, al igual que yo, comprueba que la amenaza de la noche no era tan grande como suponía.

Me mira fijamente y yo le miro a él. Ahora está tranquilo, relajado, nos reconocemos, nos vemos a menudo.

Se queda extasiado un momento y luego, con parsimonia estira el cuerpo, levanta la cola y se dispone a abandonar, tranquilamente, su lugar de observación.

Yo lo veo marchar. La sensación de angustia que sentí  anoche ha desaparecido. No tengo miedo a los gatos. Éste y yo nos conocemos desde hace tiempo.

Nos hemos mirado  a la luz del día.  Ahora sabe que no soy una amenaza para él, así es que no existe la necesidad de defenderse, ni de emitir su maullido amenazante, aquél que anoche me puso los vellos de punta.

Y es que  la Luz hace ver las cosas de forma bien distinta a como se ven en la Oscuridad.

 

Photo by Hernan Piñera  [inbound_forms id=”form_8833″ name=””]