Yo… yo tengo problemas con mis compulsas, en particular con aquéllas que me convocan a descubrir verdades para entender lo que no comprendo.

Es probable que detrás de esa pulsión se encuentre una aspiración de belleza. Pero si es que el mundo no se hace más bello al echar luz sobre él, en todo caso el tránsito se hace menos inseguro. Tampoco es que quiera justificarme. Simplemente lo digo para que se entiendan mis motivaciones.

También me gustaría dejar en claro que el contacto inicial lo estableció él.  Yo había escrito un olvidable ensayo en torno a los mensajes ocultos en las ficciones literarias. Esas pequeñas pistas sembradas por los autores que nos dicen más de ellos que aquéllo que lo que estarían dispuestos a decir a viva voz.

Por una de esas cosas del destino, el tal ensayo terminó publicado y circulando por la internet.

Me imagino una hoja llevada por el viento, meciéndose armónicamente en suave caída. Definiendo ¿involuntariamente? su trayectoria desde un lugar remoto del mundo a otro para llegar, por fin y satisfecha, ante los ojos del ignorado destinatario.

Calculo que así se explica cómo este hombre terminó dando conmigo.

No es que yo haya sabido de la historia de vida detrás del relato.  Tampoco, que tuviera sospechas sobre los personajes, o que intuyera que, al menos algunos de ellos y en cierta medida, fueran reales.

O quizá sí, pero no de un modo consciente. Vaya uno a saber qué motivaciones, más allá de las reconocidas por uno, terminando moviendo la pluma.

Como fuera, este hombre se contactó conmigo y me narró la historia. La de verdad. La que inspiró el relato.

Reconozco que al escucharla de boca del supuesto y auto reclamado bisnieto del viejo checoslovaco, mi primera reacción fue la de descrédito. ¿Cuántas posibilidades había de que tantas constelaciones se alinearan para desembocar en ese encuentro tan inesperado como no buscado? Pero al ir avanzando en nuestro intercambio, al tiempo que chequeando la información a la que iba accediendo, hete aquí que la incredulidad inicial cedió paso a un convencimiento extremo.

Es por eso que di a conocer la historia. Y por qué no decirlo: también, porque estoy cansado de comprobar que, en nuestro mundo, hace ya demasiado tiempo que “vende” más lo oscuro, lo siniestro y retorcido.

Salve oh! verdad despojada de ficciones, al menos literarias.

En todo caso: hay mucho de coincidencias.

Es cierto que el viejo abandonó su país, dejando atrás a su familia.

Es cierto que su situación, sumada a sus inclinaciones, lo llevaron a no ayudar a que su esposa e hijo pudieran reencontrarse con él en el tiempo pactado. También es cierto que su sentimiento de vergüenza le impidió contactarse con ellos y que, muy probablemente por causa de su depresión, nunca logró superar la autoconmiseración y abordar el camino de las efectividades conducentes.

Y sigue siendo cierto que aquella víspera de Noche Buena del año 1956, un hombre que le era conocido de vista se apareció en el bar donde solía recalar para ahogar sus penas, y se lo llevó consigo a festejar la Navidad en su casa. Y que compartieron copas, y que hablaron de su historia y de la de él.

Hasta es cierto que, en determinado punto, el viejo sintió algo de bronca, sentimiento que se disipó cuando el extraño anfitrión le contó su propia historia. La de su fortuna, la de su enfermedad y la de sus deseos de justificarse en la vida. Y también es cierto que, años sumados a copas, el viejo cayó dormido sobre la mesa.

Todo eso es cierto. Hasta que llegamos al punto en que los senderos del relato y de la historia se bifurcan. Porque ahora sé que el viejo despertó. Y que se encontró solo, tal como había caído en medio de la borrachera. Fue entonces que reparó en el candelabro que refulgía en medio del extraño escenario. Y luego, en el papel doblado, apoyado sobre el pie del objeto.

Tomó el papel, lo leyó y comenzó a llorar.

Su compañero de velada le había heredado el candelabro. Le confesó que era el único objeto valioso que conservaba de su vida de riqueza pasada. Le hizo hincapié en que era de plata, razón por la cual, de venderlo, seguramente el producido le alcanzaría para regresar a su país y reencontrarse con lo que quedara de su familia. Sólo le pedía no claudicar. No dejarse llevar por esos impulsos que convierten al ser humano en menos que una bestia.

El viejo tomó con manos temblorosas el objeto legado y salió corriendo, como si lo hubiera robado. Pero hizo las cosas tal como le había indicado su benefactor.

Así fue como regresó a la Patria, se reencontró con su hijo y conoció a su nieto, visitó la tumba de la esposa a la que había abandonado,  pidió perdón y se perdonó.

Se perdonó, pero no porque sintiera que mereciera perdón, sino porque estaba convencido de que sólo así iba a adquirir sentido la vida de ese otro que le había ayudado a salir del pozo.

Antes de fallecer, el viejo le confesó a su hijo que, gracias a eso, su propia vida había recuperado significado.

Y la historia pasó al hijo del hijo y luego, a su hijo. Hasta que llegó a mí. Y ahora a ustedes.

Quién sabe. Quizá sea una historia destinada a resignificar la vida de más de uno.