Solía permanecer ensimismado, en una suerte de no contarle a nadie lo mucho que sufría por dentro. Sin embargo era guapo, inteligente, brillante en los estudios, y jugaba al fútbol los domingos bajo el aliento de una tribuna que enloquecía cuando arremetía como una veloz saeta por el extremo derecho y lanzaba una bombarda al área contraria para que la tomara un compañero suyo y añadiera en el arco del equipo adversario.

Sin embargo, él nunca se amó y su descuido personal era evidente. Desde las primeras horas del día, el tren de los malditos sin dueño lo esperaba como siempre por la única vertiente de la angustia, el dolor y la desolación. Su mirada dura, su piel tostada por el sol de febrero dificultaba la cercanía de una mano que lo acariciara, de un abrazo que lo abrazara, de un beso que lo besara.

Su cuerpo resultó ser un campo minado en plena batalla cuando fue hallado inconsciente y desangrante, e ingresado de urgencias al nosocomio más cercano a su casa. De otro modo no hubiera permitido ser trasladado a ningún sanatorio. “No necesito nada, nada”, solía decir, a veces gritando.

Cuando despertó de su inconsciencia, se retiró las sondas que cubrían su cuerpo, y escapó semidesnudo, y en las calles se confundía con la gente como un desquiciado que buscaba refugio bajo la sombra de todas las soledades atrapadas por el infortunio.

Hoy lo he visto muy cerca a mí, pidiéndome que lo abrazara, que necesitaba mi ayuda…Hoy he despertado con la sensación que aún está entre nosotros cobrándose la revancha que la vida le negara cuando abordaba el tren de cada mañana, que bajo sus rieles se asentaba el furor de una terrible pesadilla entre el desamor, la incomprensión y el desencanto.