El día amaneció claro. Tras las últimas lluvias, los rayos del sol llenaban el mar de destellos y las colinas refulgían. Tenía un brillo inusual en febrero.

Se divisaba tan limpio el horizonte que podías tocar su línea con los dedos. Y una brisa ligera acariciaba como si fuera un preludio del cielo.

Julia encontró en el buzón una carta escrita a mano, extraño en estos tiempos; era evidente que el remitente quería dejar su impronta. Una y otra vez giraba el sobre, chequeando el nombre, la dirección y la letra. Como si hubiera alzado el vuelo, le costaba situarse en el ahora, tomar conciencia y pisar tierra.

De repente, se percató que habían transcurrido diez años: “Antes de los 40 iré a buscarte” le prometió una tarde de junio. Y aquí estaba, había cumplido su palabra.

Se tornó ansiosa. Y torpe. Le costó abrirla. El cigarrillo se le escurría entre los dedos y lo arrojó con desdén al suelo. A pesar del calorcito, estaba aterida de frío, le temblaban las piernas y las manos y un escalofrío recorría su cuerpo.

Comenzó a leerla; era extraño como se dirigía a ella, como si no viniese del ayer, como si no hubiese un pasado.

Le desgranaba sus circunstancias, desvelos y anhelos, y cómo había transitado por el viaje del tiempo. En apenas dos páginas le condensó diez años de vida, con parada en su familia, su trabajo y su yo más íntimo. Le juraba que nunca la había olvidado y que durante ese tiempo sintió que se había amputado un miembro (“el brazo derecho”, le decía). Ahora era libre y regresaba a por ella.

-Esto es lo que siento yo, necesito saber qué sientes tú- rezaba al final, invitándola al reencuentro.

Julia la releyó sin tregua, una y otra vez la repasó, repitiéndola a viva voz, integrándola en ella. El pasado había vuelto, sin preaviso ni consciencia. Cuando apenas ocupaba espacio en su memoria, vacía de almacenamiento, pedía paso para reescribir la historia.

Julio la invitaba a quedar un día y una hora, allí, en la capital; allí, a la entrada del museo que tanto habían frecuentado; allí, en aquel encuadre amable de testigos mudos y encuentros furtivos.

-A ver como manejo esto- se repetía Julia hacia sus adentros.

Volvió la vista atrás y rememoró de un salto esos diez años en soledad. Con el dolor por montera, hubo de seguir su camino, empujada por la inercia que la vida te imprime y con la estela de ese recuerdo a lo lejos. Desde este febrero canario, con distancia y trazo grueso, esa vida se le antojaba plena; pero con trazo fino, sabía que cada uno de los días le habían supuesto un reto.

Metió la carta en el sobre, encendió un cigarro y subió por las escaleras exteriores hasta el cuarto H. No pudo tomar el ascensor, le faltaba el aire.

Subió despacio. Con la mirada baja, escudriñaba cada peldaño y en cada descansillo, la elevaba para divisar el horizonte. En aquellos rayos de sol que se cernían sobre el mar, esperaba hallar un poco de certeza. La visión de la playa Las Canteras a lo lejos, parecía insuflarle aliento.

De repente, sintió la prisa. Ya hubo demasiada espera.

En dos horas apenas, decidió abrir esa puerta de nuevo. No sabía cómo se sentiría al verlo, si surgiría el amor, el desconcierto o la decepción; sólo sabía que necesitaba explorar ese momento. Claro que tenía dudas y miedo a abrirse, a confiar y volver a sufrir de nuevo. Pero no había otra: arriesgarse o alimentar sus dudas cada uno de los días venideros. Él se fue sin razones que ella pudiese alcanzar pero ahora aparecía investido de una inexplicable lealtad.

-Todo es cierto a la vez -sopesaba Julia con recelo- lo malo y lo bueno; tengo que descubrir quienes somos aquellos que una vez fuimos.

Sabía que debía aventurarse a resolver ese misterio. Apostó por ello, llegaron la hora y el momento.

Tomó un avión rumbo a la península. Se sentía ansiosa, emocionada e intrigada pero, por encima de todo, se sentía viva como no recordaba. Vestida de color y de encuentro, se dirigía a desbrozar la encrucijada de su vida.

Bajó del avión y después del taxi, a la entrada del museo. A las cinco en punto, tal como la había convocado, como en los toros, ella nunca se retrasa.

Desde el hall lanzó una panorámica y no dio con él; repasó con calma ¡allí estaba! escondido tras una farola y una larga melena. Suspiró con fuerza y recobró el aliento, fue hacia él, un hola y dos besos. Tras su desaliñada melena, con la tristeza enredada en los ojos, su cara permanecía idéntica.

-Estás como siempre – le dijo Julia mientras apartaba su pelo.
-Tú no, tú estás mejor que nunca – contestó, ensimismado – ¿Por qué no insististe?
-Respeté tu decisión, tú me lo pediste.
-Yo necesité que me rescataras ¿Cómo no lo supiste?

La penetró con la mirada y la vergüenza por su falta de valor. Por su escaso pundonor. Ella siempre dio la talla pero él a veces se rindió.

Julia leyó entre líneas, sabía de lo que hablaba. No dijo nada, sólo escuchó. Tomó sus manos entre las de ella, le miró a los ojos y le dio un abrazo, sin retorno ni respuesta. Hierático, bloqueado, tenso, impávido… cerrado al contacto como si viniese de una larga trinchera.

No iba a ser fácil, quedaba un largo camino por delante. Pero Julia sabía que merecía la pena.

Abrumados salieron del museo. Caminaron calle abajo mientras la noche comenzaba a desplegar su magia. Pegados y enmudecidos entraron en un café. Febrero es frío en la capital, mucho más de lo que ella recordaba.

No hicieron falta más palabras. El tiempo se había detenido aquella tarde de junio en que se despidieron; allí se había aquietado, anclado entre la pena y el deseo. Todo permanecía intacto, ¿Cómo no iba a estarlo si no lo habían usado?

Esa noche compartieron lecho y hoy comparten a Candela, su hija flaquita, rubia y pequeña. Llegó temprana y libre, más de lo que ellos quisieran; no esperó al equinoccio y se precipitó un dos de febrero.

Candela llegó con prisa, es lo único precoz en sus vidas. Y el fiel espejo en que ambos se reflejan.

De vez en cuando surge una ligera bruma y hay días en que la ventisca te doblega. A veces, el ardor te sofoca y el frío te hiela; el corazón palpita sangre y, también, arsénico en vena. A veces, huele a rosas y, a veces, el incienso apesta. Algunos días sólo es invierno pero otros, en cambio, reina la primavera.

Por todas esas horas robadas al cronos, sigue valiendo la pena.