Y estaba allí, como cada noche al salir del bar. Pateando piedras sueltas por la calle. Porque hay piedras sueltas en la calle ¿no sabían? Si, las hay.
El pavimento se desgasta, como la vida misma, dejando expuestas las pequeñas redondeces que formaron parte de esa cinta azul grisácea.
Y Gabriel se desahoga con ellas. Hastiado. Todos los días aquella idéntica rutina. Ineludible.
Amanece con el tedio de una existencia diluida, ronda la mañana presintiendo, sin siquiera tener conciencia de ello, los vacíos que hoy ocupan el lugar que destinó a sus sueños. Come mal y a destajo, cualquier cosa, lo que pudo preparar con los restos de comidas anteriores. No le importa. Cree que no siente. Y siente que no hay más.
Luego el trabajo. Un jefe gordo y maloliente que no cesa de gritar que es un inútil. Las copas, los platos, el detergente y muchas ratas asomando el hocico por entre los cajones cargados con botellas vacías.
–¡Mierda! ¡Una puta mierda!—Murmura Gabriel cuando se queda a solas en la cocina, navegando entre el hedor del espectáculo deprimente que se muestra ante sus ojos y la impotencia de sus brazos flacos.
Es muy joven Gabriel, pero solo en años.
El tiempo suele transcurrir de un modo extraño para los chicos como él. Los hijos de la vida. Hermanos de la realidad y ahijados de la injusticia. Se visten de tristeza cuando apenas dan los primeros y temblorosos pasos fuera de la infancia. Ese es el único atuendo que sus madres pudieron costear; remendándolo con lágrimas nacidas en ausencias y pobreza.
La escuela es solo una tarea más. Una puerta que se abre a la esperanza, pero solo para aquellos que pueden abocarse a ella. No para los que se ven conminados a luchar por el pan de cada día.
Soles, lluvias, vientos, hambre y mil fracasos. Negaciones…
No hubo juegos para él, ni juguetes. Su niñez huyó dispersa quien sabe dónde y en qué momento.
–¡Rajá de acá boludo! – Le grita Gabriel al borracho de la esquina…Siempre tratando de manosearle los bolsillos buscando monedas para embriagar sus propios duelos.
Lo olvida de inmediato. Si hay algo que se consigue durante una vida de perros…Es una memoria breve.
Y sigue pateando piedras, como si pateara los minutos transcurridos durante toda su existencia.
Apoyada en el marco de una vieja y descascarada puerta de conventillo, la madre, único pariente que recuerda o que le importa, lo está esperando. La mujer es un émulo envejecido de su propia esencia. Con la figura enjuta y los ojitos preocupados, atisba la oscuridad de la calleja ansiando ver por fin dibujarse ante ella, la silueta de su hijo, llegando sano y salvo de vuelta a casa.
–Gracias Dios…– Suspira Ema cuando Gabriel atraviesa la entrada dejándole un beso fugaz sobre la mejilla helada.
Y entonces, como cada noche desde hace 20 años, el latigazo de un recuerdo mezquino de piedades le golpea a la mujer el pensamiento.
–“No estoy seguro de que sea hijo mío” –Fueron las palabras de aquel hombre, el amor de su vida, ante el defensor de turno en la Fiscalía Pública del pequeño pueblo donde se conocieron.
Donde nació Gabriel. Su Gabriel. El que solo lleva su apellido de soltera.
Ema sacude la cabeza escondiendo una lágrima que se resiste a partir de su rutina, mientras la joven espalda del muchacho se disuelve en la oscuridad del corredor. Y cierra la puerta. Como si pudiera así, dejar también el dolor afuera.
En el pequeño cuarto, Gabriel se tumba aun vestido sobre la cama….En su mente, sigue pateando piedras.
Total y como siempre…aun estarán allí mañana.

© MARCELA ISABEL CAYUELA
(Derechos Reservados)

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