Bajé al infierno en la noche oscura. El cielo no era para mí, me estaba vedado desde aquel día en el que cometí el grave pecado de buscar una soga, de encontrar un gancho, escribir una carta.
Antes de aquello lo sabía, entendía que jamás alcanzaría la gloria ni la paz, y aún así lo hice.
Ahora no lo alcanzo a comprender, los misterios del alma humana comienzan a escaparse en este lugar, la piedad hacia mí mismo ha desaparecido. Ahora tan solo me fustigo, por aquello que hice.
No utilicé la soga, en el fondo soy muy cobarde, y me asustaba el padecimiento. Ni para eso servía. Un despojo me sentí. No tuve el valor de los cobardes en el último instante.
Salí una tarde nublada, el gris inundaba el horizonte, jugando con los sentimientos que afloraban a mi piel. Mi mundo era de ese color, siempre, y yo admiraba el paisaje. Tanto es así que me detuve para contemplar la negrura de unas nubes a punto de descargar su llanto por aquellos que, cómo yo, despreciaban la belleza de todo aquello que les rodeaba, de la misma vida atormentada, de las sonrisas inaplazables, de los llantos reparadores.
EL agua comenzó a caer sobre mí, mis hombros empapados escurrían ese clamor universal, el llanto sobre un alma perdida.
Lo entendí, y aún así lo hice.
Entré en el coche, apreté el acelerador, mientras el paisaje se borraba, desaparecía en la nada de mis ojos opacos en una carretera vacía, a la derecha un pequeño bosque bajo un terraplén, el pedal a fondo, nadie alrededor, nadie a quien hacer daño más que a mí mismo. Una decisión, las preguntas desaparecieron. Nunca hubo respuestas.
Ahora me encuentro en el hades, no es cómo lo imaginaba, tormentos y padecimientos, demonios rojos de cuernos y tridentes.
Estoy solo, con mi otro yo, al igual que en un espejo, sin cristal ni espejo. Yo contra mí mismo, en una lucha constante, sin compasión, sin oponer resistencia.
El conocimiento de mi alma, del corazón y sus vericuetos, de mi propia personalidad, es la peor tortura que pueda soportar.
Reniego de esa persona que soy, que fui, de mis propios actos qué creí altruistas, siendo el egoísmo el motor de los mismos. De la estimación sobre mí mismo, y las adulaciones que creía eran auténticas, y fui atesorando agrandando el ego hasta límites insospechados, del tiempo perdido jamás recuperado, del amor olvidado, de los “te quiero” gastados, de las sábanas sudadas de camas vacías, cuerpos perfectos de almas remendadas.
Ya no era nada, nada tenía, ni el conocimiento de mi persona que se evaporó en una nebulosa infinita.
Vagaré por los tiempos en ese desconocimiento, en la nada de mi ente, esperando volver a ser, para obtener la sabiduría infinita.
La que se veda a los hombres, y sale desde el propio interior del mismo, aunque todos lo desconozcan, y hayan de vivir cien, mil, o tres mil vidas para llegar al atisbo necesario de ese interior inexpugnable, y la búsqueda de la llave para abrir el primer eslabón de la cadena que lo contiene.
El inframundo está dentro y no me abandona, quizás los siglos se apiaden, ya que yo no puedo hacerlo.