—Padre, ¿a dónde va la gente cuando no la vemos?

El padre lo miró e intentó responder con sabiduría:

—Hijo, la gente  no va. ¡Está!

—Está, pero ¿dónde?

Y de pronto se acordó del hombre de negro que había corrido tras ellos.

—Cuando no los vemos ¿continúan existiendo?  —inquirió.

— ¡Claro…!

El muchacho necesitaba más concreción:

—Existen, existen… ¿o nosotros pensamos que existen? Están, ¿o nosotros creemos que están?

Vio entonces al policía  y se dio cuenta de lo fugaz de la visión.

Reflexionó: «No estaba, de pronto estaba y luego no estaba»

Fue, entonces, cuando tuvo la gran revelación: el único que realmente existía era él. La gente que aparecía y desaparecía, dependía exclusivamente para su existencia de que él estuviera mirándolos, o no.

—Padre ¿tú siempre existes aunque yo no te vea?

El padre detuvo bruscamente el coche.

—Hijo, cierra los ojos y no los abras hasta que yo te diga.

Cuando el muchacho cerró los ojos, el padre le propinó una fuerte bofetada.

—Hijo ¿me ves?

—No, padre, pero me has hecho daño.

—¡Hijo, aprende! Así es con la gente: la veas o no siempre te hará daño. Lo mejor es que ella no te vea a ti.

Y continuaron huyendo.