Las copas de los árboles se abrazaban formando una amalgama de vivos colores. Tonos esmeralda, rojos, verdes, dorados…, dibujando ante mí un lienzo de luz y sosiego. Y las hadas no tardaron en aparecer. «¿Quién eres? ¿Cómo has llegado hasta aquí?», preguntaron revoloteando a mi alrededor. Diminutos seres alados de suave voz, de grandes ojos, de elegante fisonomía.
Atrás quedaba un arduo camino; mas al fin, me encontraba en su feudo.
—Vengo en busca de vuestra reina —expliqué—. Necesito que salve a la mía. Decidle que mi único pecado es el amor; que estoy dispuesto a ofrecerle mi vida.