Lucía es la más risueña de las camareras de la cafetería del aeropuerto. Y aunque calculo que no pasará de los cuarenta y cinco, aparenta bastantes menos. Para todos los que trabajamos allí es Lucy, la colombiana.
Algunas, como yo, la miramos con una sana envidia (suponiendo que esa entelequia exista), ya que es de ese tipo de mujer que gusta a todos los hombres.
A una, que anda transitando más o menos su edad, ya le gustaría vivir en su pellejo por un día y que Alfredo me invitase a un café con la peor de las intenciones. Pero Alfredo, un divorciado de buen ver que trabaja en la aduana y que me llevará tres o cuatro años, no suele fijarse en una mujer como yo, una administrativa con más años en la cabeza que en la piel. Alguien que sonríe con esfuerzo pues hace años que le robaron la sonrisa. Alfredo pulula más bien alrededor de las azafatas y las chicas que podrían ser sus hijas y pienso que, aunque soy yo quien todas las mañanas dejo en su mesa un informe, jamás ha levantado la vista al retirarme para mirarme el culo.
Lucy, sin embargo, es capaz de convertir una tostada quemada o un café ardiendo en un accidente sin importancia, simplemente porque su sonrisa todo lo inunda.
– Disculpe caballero, ¿Le cambio la tostada? ¿Quizás está muy pasada?
– No hace falta guapa, no está tan quemada y me gustan tostaditas.
Da la sensación de que Lucy no conoce lo que es un reproche, que con su cara bonita puede ponerse el mundo por montera. Me pregunto cómo puede ser una vida placentera como la que sin duda tiene ella….
De pronto la imaginé saliendo del trabajo a reunirse con su amante, sin duda algún piloto que la colmaba de atenciones mientras ella le desvalijaba la cuenta corriente armada de un generoso escote y una sonrisa.
Y de repente, me vi a mi misma imaginándola así, sólo por encontrarle defectos que me redimiesen de mi mala conciencia. Lucy debía ser una femme fatal, sólo porque así me sentiría mejor. – ¿Sería verdad que el peor enemigo de una mujer es otra?- me pregunté.
Absorta como estaba en mis pensamientos no me apercibí que Lucy estaba justo enfrente, al otro lado del mostrador, fijando sus grandes ojos negros en mí y regalándome una sonrisa cómplice que desprendía aroma a comprensión.
– ¿Un mal día cielo?
No sé si tanto se notaba que estaba sola y necesitaba hablar, pero Lucy supo verlo. Solía tomar un café al salir del trabajo y nunca le confesaría a nadie que lo hacía para coincidir con Alfredo, que a las cinco merendaba allí con varios compañeros…a veces compañeras. Que decirle un simple “buenas tardes, hasta mañana” era una droga que buscaba sin éxito la mayoría de las veces, pero que cuando sucedía, aliviaba como un bálsamo. Me hacía trampas al solitario y siempre quería ver una intención en su sonrisa al corresponder. Al día siguiente, dejaría el informe sobre su mesa esperando algo más que el consabido “gracias”…pero nunca ocurría nada más. ¿Sabría cómo me llamo?
– Las camareras somos como los psicólogos de oficio, sólo que por el precio de un café – dijo Lucy volviendo a sonreír –. En diez minutos termino mi turno ¿una cerveza?
No sé por qué dije que sí, el caso es que ese día conocí a Lucy y nos hicimos amigas. Resulta curioso cómo puedes “conocer” a una persona dos años sin conocerla.
Lucy llegó de Colombia hace veinte años huyendo de algo que no me quiso precisar y su vida no se parecía en nada la que yo le había atribuido, cosa que no le confesé por vergüenza. Aquí llevaba ese tiempo subsistiendo con trabajos mal pagados. Nunca había tenido un amante piloto ni de altos vuelos sino más bien una sucesión de moscones vacuos, sólo por la condena de ser bonita. Al final, hace cinco años, había conocido un hombre bueno, un simple comercial de ojos azules, con el que compartía su vida. No habían tenido hijos…ella decía que no quiso de joven y ahora no se veía con sesenta años lidiando con un adolescente. Su vida era tan normal como la de cualquiera de nosotros. Cero aventuras, cero intrigas, cero emociones…pero una diez en humanidad. – Mira Eva – me dijo –, si hubiera aceptado otras ofertas, mi vida sería otra, pero no la que quiero para mí.
Ese día me dio su teléfono. Husmeando en el estado de su whatsapp encontré una frase de esas que contienen una señal de stop. “La ausencia no anula tu recuerdo. Lloraré por dentro…sonreiré por fuera en tu memoria. Por siempre, Manuel.”
Nunca le pregunté por la frase. Era obvio que no quería hablar de ese tal Manuel que tan importante habría sido para ella.
El lunes pasado, Lucy llegó con el rostro cambiado.
– Tienes mala cara Lucy ¿estás enferma? – le dije.
Me miró y, por primera vez desde que la conozco, contestó sin dibujar una sonrisa.
– Nada cielo….ayer fue el cumpleaños de mi hijo.