Georgina, quien fue mejor conocida como tía Coca, fue hija de Matilde Ortega y Prudencio Carrasco y, hermana de María Encarnación, o la Encarnita como le decía Matilde.

Unos dicen que Matilde y Prudencio, a lo largo de su matrimonio, tuvieron 9 hijos, otros dicen que fueron más pero no dan un número y otros dicen que fueron 12, lo cierto es que solo dos lograron sobrevivir: María Encarnación y Georgina. El resto murió debido a enfermedades que para aquel tiempo no tenían cura o eran de difícil tratamiento.

Decir que yo conocí a la tía Coca sería faltar a la verdad. Es posible que ella si me conociera y, probablemente en más de una ocasión, me habrá tenido entre sus brazos, pero yo era muy pequeño y realmente no la recuerdo. Sin embargo, recabando datos por aquí y por allá, intentaré hacer un breve retrato de ella.

La tía Coca era muy sociable y risueña. Al igual que Matilde, su madre, le encantaba viajar. Se casó con Carlos Castelo, un hombre callado, muy sencillo y con poca instrucción formal. De ese matrimonio salieron seis retoños. Ahora sus viajes los hacía acompañada de sus hijos y sus sobrinos, que vendrían a ser mis tíos, si mis cálculos no fallan. La tía Coca, otra alma contagiada con el germen de la libertad de Matilde.

La tía Coca siempre había tenido una voz grave desde su juventud, lo que le daba un toque peculiar a su personalidad. Sin embargo, esa voz se fue volviendo cada vez más ronca hasta llegar a la afonía parcial o total por algunos días. Las pesquisas médicas dieron con la causa de esa ronquera: un cáncer alojado en la tráquea. El deterioro de su salud fue muy brusco.

Fue en aquella época que empecé a escuchar a Virginia, mi madre, hablar de la salud de la tía Coca con el resto de la familia. Lo que lograba comprender es que estaba muy enferma y hospitalizada en una clínica que quedaba muy cerca de la casa en la cual vivíamos. Fue la primera vez, que de manera consciente, oí la palabra cáncer y sentí a la muerte rondando alrededor nuestro.

En aquellos años de principios de los años 1970, yo apenas dominaba algunos rudimentos de la lectura y escritura y sabía, por los libros e historietas leídas, que había algo que se llamaba muerte, que cuando llegaba causaba mucho dolor y pena a los que quedaban vivos.

A la muerte yo ya la había visto antes. Durante unas vacaciones en Esmeraldas, ocurrió que el obispo de la ciudad falleció. La velación del difunto se hizo en la catedral que quedaba a pocas cuadras de la casa donde vivían mis tíos Jorge y Gloria. Largas filas de gente se formaron para darle el adiós al sacerdote. Yo le dije a mi madre que quería verlo. Está bien, hijo, dijo mi madre e hicimos la cola respectiva.

Mi mamá me tuvo que cargar en brazos para que yo pudiera ver el cadáver del obispo dentro del ataúd. Era la primera vez que veía un cadáver. Se veía muy pálido y parecía que estuviera dormido. Entonces, ¿esa era la muerte que todos temían? ¿Morirse, entonces, era quedarse inerme dentro de un ataúd, mientras la gente lloraba a tu alrededor; para después, de algunos días, enterrarte en un cementerio?

Ahora, veía, a través de mi madre y de mi familia, como la muerte danzaba alrededor de la tía Coca. Los médicos le daban poco tiempo de vida, dijo mi madre por el teléfono. Probablemente sean solo algunos días más, le aseguro a su interlocutor del otro lado de la línea.

Esa misma tarde, Virginia se vistió con ropa de calle e hizo lo mismo conmigo. Tomamos un bus y nos quedamos cerca del parque El Ejido, caminamos como si estuviéramos yendo hacia la Universidad Central y entramos a un edificio que resulto ser una clínica. Por el ascensor subimos hasta el piso 3 en donde mi madre preguntó por la tía Coca. La enfermera le indicó en cual habitación se encontraba pero le dijo que yo no podía pasar.

-La señora está en un estado muy grave. Es posible que el niño se pueda asustar-, mencionó una de las enfermeras.

Virginia entró a visitar a la tía Coca, y yo me quedé bajo el cuidado de las enfermeras. Mientras mi madre abría la puerta de la habitación, pude ver a la tía Coca acostada en una cama dándole la bienvenida.

Con el paso del tiempo, comprendí que, en ese día, Virginia fue a despedirse de su tía Coca, ya que la próxima vez que la vería sería dentro de un ataúd.

Ese día aprendí que, aunque sea difícil, aunque sea muy doloroso, siempre es bueno despedirse de aquellos que están a punto de bailar con la muerte.

La muerte danza sin pausa y sin prisa, también suele ser generosa, aunque casi nadie lo noté: Siempre te dejará que escojas la música de tu último baile, lo único que tienes que hacer es tener los ojos y el alma muy abiertos. En algunos casos puede volverse caprichosa y puede venir a buscarte sin aviso. Por eso es que, en previsión, yo siempre le canto:

“Te suplico qué me avises

si me vienes a buscar.

No es porque te tenga miedo,

solo me quiero arreglar”.

Porque como diría mi amiga Gloria, que en paz descanse: ¡El glamour ante todo… el glamour ante todo! Que, en mi caso, sería el glamour de adentro nomás. Ese que no se sabe en cuál parte del cuerpo reside. Ese que está ahí haciendo que brilles tú, haciendo que brillen los desconocidos y que hace que yo brille, así sea un poco al menos.