Tres luces centellearon en el cielo y descendieron lentamente hasta donde Matilde tejía, junto a la ventana. La anciana levantó la vista, pero inmediatamente tuvo que taparse los ojos para no ser deslumbrada.

Esa misma tarde había sentido una inquietud angustiosa en su interior, como si sus órganos quisieran escapar del cuerpo sin esperar al resto. Ya conocía la sensación previa al encuentro, así que, después de asegurarse de que todos en su familia dormían, se levantó, tomó las agujas de hacer punto y sentada en su mecedora esperó junto a la ventana. No dudaba que acudirían.

Jamás le habían pedido permiso, ni les importaba si tenía hambre o sueño, o si estaba cansada. Simplemente llegaban y hacían a su antojo, como si ella les perteneciera. ¿Asunto de inteligencia? Para nada. Se trataba de respeto.

Por algún tiempo soportó y calló: no quería preocupar a sus hijos. Después nadie la tomó en serio. Ahora era el momento de tomar el toro por los cuernos y que pasara lo que tuviera que pasar.

Había crecido bajo una dictadura, hija de padres sospechosos, sabía lo que era convivir con el miedo, pero esto iba más allá. Había tomado la decisión de acabar con aquello, esa misma noche. Cualquier cosa antes que regresar a la opresión.

Las tres luces atravesaron la pared y permanecieron frente a ella, flotando en el aire. Matilde las miró y levantó discretamente la voz,

-¿Por qué os cubrís de luz, hipócritas? Sacad vuestro verdadero rostro. Mirad, yo tengo el mío descubierto. No seáis cobardes.

La luz de en medio estalló y se disolvió en el aire. Lo mismo hicieron las otras dos. Matilde había estado tejiendo junto al quinqué de su madre para no encender las luces del salón y despertar a nadie. Su luz no revelaba ninguna otra forma en el cuarto. Sin embargo la anciana sabía que seguían allí, yendo y viniendo a su alrededor. Un ardiente aliento sopló junto a su oído derecho. La anciana se estremeció, pero la indignación pudo más que el miedo.

-¿Y ahora os escondéis de la luz? Pero hoy es el último día que lo hacéis conmigo.

Una risa burlona sonó de todas partes.

-¿Qué harás, vieja? ¿Tomarás la navaja de tu padre y nos apuñalarás? Mejor ruega y suplica. Llora, vieja, porque sí será el último día, pero el tuyo.

Del rincón oscuro donde apilaban la leña para la chimenea surgió otra voz. Idéntica a la suya, gimiendo y repitiendo “Apiadaos de mí, matadme ya” “Me duele, me duele”

-La intimidación, viejo truco contra el adversario -murmuró para sí Matilde.
-Hueles a miedo, vieja.

Y empezaron a empujarla con fuerza de ambos lados. La mecedora la contuvo en su lugar y alargando una de sus manos tomó un libro de la mesita donde había dejado las agujas. “Amigos ascendidos” le descubrió cómo contactar con seres de más allá de las estrellas, que la guiarían al conocimiento.

Un día descendieron en un objeto brillante y tuvo la experiencia de su vida -hasta entonces. Desde ese momento pensamientos ajenos invadían sorpresivamente el santuario de su mente. “Telepatía” le llamaban, pero lo que al principio eran breves frases se convirtieron en machacantes e indeseados mensajes que en ocasiones llegaban a hacerse audibles y que se repetían hasta el segundo antes de creer volverse loca.

Tomaron la costumbre de visitarla. De día o de noche, despierta o dormida, dispuesta o cansada, a su entero antojo. La examinaron con métodos más primitivos y dolorosos que los que ella había visto u oído de veterinario alguno; ¿conocerían aquellos seres avanzados los rayos X?

Por último hacían acto de presencia despojados de todo estorbo material y tan sólo los enloquecidos ladridos de su perro, atado en el patio, la avisaban. Después de que apareciera muerto era su mismo interior el que la advertía de su cercanía, derritiéndose de terror desde horas antes.

-Sé lo que estás pensando -dijo la primera voz.

Matilde sintió un roce en el interior de su cuello intensificarse por segundos, como la cuerda de una horca. No había mano que asir, ni brazos que apartar, se agarró con fuerza a los reposabrazos de la mecedora. Ésta empezó un vaivén violento. Ruidos como silbidos penetrantes traspasaban sus oídos, pero no rompieron el silencio de la noche. En medio de la locura, la anciana vio un objeto sobre la mesita y entonces recordó lo que había pensado hacer.

-Esto es sólo el comienzo -dijo un invasor pensamiento- Vamos, suplica.
-Me encanta cuando suplican -otro habló en su mente- Pero ¿no habrá sangre? -decía a la voz audible- Yo quiero sangre. Un poco de calor…
-Vieja, ¿no querías un viaje más allá de las estrellas? ¡Vuela, vuela, estúpida!

Y fue lanzada, en su mecedora, al otro lado de la estancia. Matilde sentía que no tenía mucho tiempo. Tendría que actuar pronto. Los otros no callaban.

-Aprieta más, aprieta más -continuaba el pensamiento invasor- Vamos, vamos.
-Sangre -gimió de gozo el segundo pensamiento en cuanto brotó una gota de uno de los arañazos que se abrieron en la frente de la anciana.
-¿Quién de vosotros es el que manda en los tres? -pensó la anciana, aprovechando los últimos minutos que aún podría permanecer con vida: su corazón se estaba acelerando peligrosamente.

El silbido en sus oídos se apagó súbitamente. El balanceo de la mecedora rota sobre el suelo también. Las voces no callaban, sin embargo.

-¿A ti qué te importa? -dijo la voz audible. Los otros dos pensamientos repitieron una y otra vez la pregunta, como un eco.
-Ya veo que eres tú. Y ¿quién manda sobre ti? Quiero que venga vuestro jefe

Todas las voces rieron, chirriantes

-Quiere ver al jefe, ¿estás segura de que te gustaría?
-¿Para qué quieres ver a nuestro jefe? -preguntó la voz audible.
– ¿No conocías mis pensamientos? -Matilde se iba creciendo- Quiero ver a vuestro jefe. Quiero verle para presentarle al mío.

Por la mañana la hija de Matilde entró en el salón. Estaba revuelto, la mecedora hecha añicos en un rincón, el cristal de la ventana roto con los trozos caídos en el exterior y mucho, mucho frío. Se alarmó. Seguramente habían entrado ladrones, pero ¿dónde estaba su madre? Después de mirar nerviosamente a su alrededor la divisó sobre el sofá. Dormía y su respiración era tranquila. Tenía algunos arañazos en la frente. Se acercó a su madre y tomó su rostro entre las manos, preocupada. A pesar de la ventana rota y del aire frío, estaba caliente. Cuando la tapó con la bata que llevaba puesta, un objeto se deslizó entre los brazos de la anciana hacia el suelo. Al caer se abrieron sus páginas, y entonces la hija lo reconoció. En esos momentos Matilde abrió los ojos y sonrió.

-Mamá, cómo eres. Ten cuidado con el libro del “Jefe”

Lo cerró con cuidado y lo colocó sobre la mesita. Con letras doradas, la portada decía “Santa Biblia”