Eran los últimos atardeceres del mes de marzo. Los castaños de la plaza mostraban nuevos tonos verdes en sus ramas. Las tiendas encendían sus escaparates y Luisa cerraba la tienda de comestibles situada en una esquina de la calle.
Giró su mirada hacia el expositor, una pequeña luz brotaba entre las alcachofas. Pensó que sería el reflejo de la farola. Volvió para comprobar que la puerta estaba bien cerrada y al hacerlo oyó un grito que venía desde dentro. Se asustó. Miró a su alrededor, la calle estaba vacía.
Revolvió en el bolso hasta encontrar su teléfono y llamó a César, pero éste no contestaba.
Escuchó de nuevo un gemido que heló su corazón.
Tecleó el número de César, pero comunicaba.
Las alcachofas seguían allí alumbradas por una pizca de luz cuando Luisa traspasó la puerta de la tienda. La débil luz de la farola iluminaba sus pasos. Cogió el cuchillo de cortar verduras, andaba con sigilo, temblorosa y sin hacer ruido, sintió sudor en las manos y escalofrío en su pecho mientras se adentraba en no sabía qué clase de peligro.
Aparentemente todo seguía en orden. Un olor a sudor humano taponó su nariz cuando las alcachofas salieron por los aires.
César le había dicho que nunca se enfrentara a los ladrones, que lo que tenía que hacer era llamar a la policía. Lo primero era su integridad.
Sintió los tomates aterrizando en su cara cuando tropezó con algo que había en el suelo.
A duras penas salió de la tienda. Asustada pedía ¡socorro!
Pasó un motorista con prisas, un ciclista con casco, un camión de bomberos y un estudiante africano. Todos pasaron de largo.
Luisa lloraba de rabia cuando descubrió a César con una mujer en sus brazos.
Sumida en sus pensamientos la luna brillaba en el cielo.