Es otoño, pero el pasto helado en el campo a las siete de esta mañana me contó que el invierno anda ansioso por llegar a la ciudad.

Una tenue melodía en el transcurrir de la madrugada me arranca de la cama, marcando el final del sueño y de la noche.
La salida de casa se siente brusca con la fría brisa rozando la cara, la llegada al campo abierto sabe más liviana junto al sol que, aunque achina la mirada, atempera la bienvenida a la jornada.

El abrigo permanece quieto y sin intención de descubrir al sweater que llevo puesto.

Dos infusiones de té con miel y jengibre en una misma mañana para acompañar al calor del sol que entra por la ventana, para todos reunidos intentar aclimatar los pies y las manos.

Se acercan los días de lana, mantas y sillón a media tarde. Comienza el tiempo de abrir los ojos a oscuras y amanecer en movimiento, mientras el sol se despierta y la luna se retira a su descanso.

Comienza la temporada de noches más largas y de aroma a leña quemada perfumando las calles del barrio.