“Manos que dan, manos que reciben”

Matilde Ortega, así se llamaba mi bisabuela. Nunca supo su fecha de nacimiento, tampoco sabía leer y escribir.

La familia hacia cálculos de cuántos años tenía por las historias que contaba, en especial el linchamiento a los hermanos Alfaro en el año 1912 en la ciudad de Quito. Ella contaba como había visto pasar los cadáveres arrastrados por los caballos frente a su casa camino al parque El Ejido donde serían quemados. Ese era el punto de partida para estimar la edad de la bisabuela alrededor de más de 70 años en aquel año de 1973.

Matilde Ortega, ese era el nombre de soltera de mi bisabuela. Nunca la conocí usando el apellido de su esposo, que era lo usual de esa época, excepto cuando se trataba de documentos legales en donde era mandatario su uso. En el resto de su vida ella era Matilde Ortega.

Fue dueña de una pequeña ferretería ubicada en la calle Flores, ferretería que aún existe.

Las letras y la escritura eran chino mandarín para ella, pero se manejaba de maravillas con las cuentas de su negocio. Un negocio que, por cierto, era de hombres.

Matilde Ortega se casó con Prudencio Carrasco, en un matrimonio arreglado que era lo común para la época. Matilde apenas conocía a Prudencio y de repente se vio casada con él. Este hecho, y la gran diferencia de edad que había entre los dos, conspiraban contra cualquier intento por parte de Cupido de sembrar el amor entre ambos. ¿Alguna vez hubo algún tipo de afecto entre ellos? Solo ellos podrían darnos la respuesta.

Lo cierto es que Prudencio falleció y Matilde se quedó viuda. De aquel matrimonio le quedaron dos hijas: María Encarnación, también conocida como Maruja, Marujita o la Encarnita; y Georgina, o tía Coca como le decían en la familia.

Matilde era una mujer que le gustaba viajar, lo cual no era fácil por aquellos tiempos. Sin embrago, ella recogía sus bártulos y junto con Virginia; su primera nieta, que era como otra hija más; se iban a las ferias y fiestas de los pueblos. A Matilde le encantaba llenar sus pulmones de distintos aires, llenar sus ojos con diferentes montañas, nadar en ríos desconocidos y conocer gentes nuevas para ampliar su universo.

Fue así como Virginia aprendió el oficio de ser trotamundos o pata caliente, como ella misma decía. Fue así como aprendió a ser errante. Aun cuando estuviera a tu lado, su mente podía estar a kilómetros de distancia… Nómada en la arena, libre en la montaña, itinerante en el cielo. Enseñándonos la libertad. Mostrándonos la ruta al igual que Matilde hizo con ella. Errante, aunque el mundo se opusiera.

En tales viajes también iba Eloisa, una niña indígena, que Matilde adoptó. Lo de adopción es un decir, ya que por aquella época, era común que familias acomodadas recogieran a niños indígenas para educarlos y para que trabajaran en sus casas. El tiempo pasó y Eloisa se casó, momento en el cual se independizó de Matilde formando su hogar aparte. ¿El germen errabundo de Matilde habrá calado en el ser de Eloisa? Me imagino que sí, porque quién podría renegar de la libertad que da el ser un caminante.

Después de algunos años, Matilde se volvió a casar con Julio Proaño. En esta ocasión, Matilde y Julio fueron los únicos encargados de arreglar su matrimonio. De esa manera, Matilde al fin supo lo que era estar casada con un hombre que conocía de antes, que lo amaba, que le apasionaba y lo que era ser enteramente correspondida.

¿Yo? Era parte de algún agujero negro del universo cuando Prudencio falleció, y apenas conocí a Julio, quien a principios de los años 70 del siglo pasado, falleció de cáncer.

Matilde y Julio vivieron en una pequeña vivienda que quedaba encima de la ferretería de Matilde. Recuerdo que siempre me recibieron con la calidez de sus brazos abiertos cada vez que entraba en aquella vieja y oscura vivienda. Después del fallecimiento de Julio, Matilde se quedó sola.

La recuerdo haciendo el cafecito de las 6 de la tarde en su reverbero de gasolina. Mientras tomábamos el café, ella se ponía a contar las historias de sus viajes. Yo la oía hipnotizado y mi mente corría por esos campos, por esos lagos y por esas montañas. Ahí iba yo, errante por el universo.

Con ese mismo reverbero se quemó, de manera accidental, el rostro y sus manos. Los recuerdos me la muestran en el hospital. Su rostro y manos vendadas y aún así con buen humor. Decía que los médicos le estaban dejando la piel tan suave y lozana, como los pétalos de una rosa, con el tratamiento de recuperación que le hacían, y se reía pícaramente.

Humana, generosa y sabia, así fue Matilde Ortega. Su sabiduría fue forjada bajo condiciones duras, lo que le llevó a la humildad. Su presencia en nuestra vida se alargó hasta nosotros gracias a Virginia, quien siempre la tuvo presente, aún después de su muerte. “Mi abuelita decía”, ¿cuántas veces escuché esa frase de labios de Virginia? Incontables. Y cada vez que Virginia empezaba a hablar con esa frase, después venía una enseñanza, era como una ola de sabiduría que llegaba gentilmente a nuestra playa.

Matilde Ortega, querida viejita, líder de una estirpe de mujeres aguerridas y hermosas. Recuerdo a mi abuela Marujita haciendo la mezcla de cemento y poniendo ladrillos en su casa de la calle Francia. Mi madre y mis tías valientes, luchadoras frente a todos los retos que tuvieron en sus vidas. Cada una, a su manera, abriéndose camino, demoliendo muros y paredes en medio de un mundo machista.

Ahora veo a mis hermanas, primas, sobrinas y sobrinas-nietas que siguen ampliando horizontes. Cada quien a su paso, cada quien a su ritmo. Quizás cayendo en algunas veces, en otras avanzando. Pero siempre aprendiendo y enseñando.

Son ellas las que han tomado, custodiado y llevado, quizás aún sin saberlo, el testigo que dejó aquella hermosa y aguerrida mujer que se llamó Matilde Ortega, mujer caminante y demoledora de muros.