El profesor de literatura hablaba de su máquina de escribir de la misma forma que un escritor habla de una mujer hermosa.

Javier apareció el pasado lunes en clase portando un baúl de madera. Dentro estaba ella, la máquina. Antes de hacernos entrega de aquella maravilla leímos en voz alta, de un antiguo pergamino y a modo de juramento, unas frases. Una especie de ritual purificador escrito en castellano. Las condiciones eran sencillas. Nos comprometíamos a cumplir las normas establecidas.

El trabajo había que realizarlo en casa, solos, nadie podía ver la máquina, ni tocarla. Ella, era solo para cada uno de nosotros, los alumnos. También nos advirtió que no todos serían capaces de realizar el proyecto. Era un experimento. En caso de fracasar no perjudicará en nada a la asignatura.

Disponíamos del plazo de veinte horas, cada alumno, para escribir un relato cortó y entregar la máquina a otro compañero.

Llegué a casa a eso de las tres y media de la tarde. Dejé la máquina encima de la mesa. Tenía hambre y me preparé un bocadillo de jamón que comí mientras pensaba en el tema de mi relato. Leí un mensaje de mi amigo Tom y apagué el teléfono móvil. Desconecté el ordenador. Me encerré en mi habitación con el baúl y extraje la máquina.

Con ella sobre mi escritorio la contemplé un rato. Noté que mi mente se quedaba sin ideas. Sentí pánico. Una especie de miedo que me cegaba la imaginación. Inserté un folio en blanco. Sin saber qué escribir rocé las teclas. Evadiéndome de la realidad entré en contacto con ella. Estaba sentada junto a un ventanal que daba al exterior. Según la posición del sol debía ser la misma hora solar de la realidad cuando tomé conciencia de dónde me encontraba.

-Hola –dijo, sonriente.

Perplejo no supe qué decir.

-Mi nombre es Eva Remington. Bienvenido a mi casa. Ven siéntate aquí, a mi lado.

Me invitó a tomar asiento en una silla de madera que había junto a una mesa redonda. Sobre aquella mesa estaba la máquina de escribir que, se suponía, yo tenía en mi habitación.

El papel de aquella máquina se sujetaba en un carro entre un rodillo y un pequeño cilindro. El carro se movía por un muelle de derecha a izquierda por medio de una palanca que servía también para girar el rodillo a un espacio de una línea mediante una carraca y un trinquete. Al oprimir las teclas el carro recorría la distancia de un espacio para cada letra. Las teclas, eran oprimidas, por acción de la palanca, la línea de linotipia golpeaba contra la parte inferior del rodillo. El carácter golpeaba una cinta y efectuaba una impresión de tinta en el papel que estaba sujeto sobre el rodillo. Se movía de forma automática después de cada impresión.

Mi habitación acababa de desaparecer como un flash. De repente me encontraba en casa de la señorita Remington con la máquina.

Quizá algún día pueda escribir qué ocurrió en casa de Eva. Sólo puedo decir que al volver a abrir los ojos. Digo eso de abrir los ojos con la duda de que estaba seguro de que no los había cerrado en ningún momento. Me mantuve despierto toda la tarde y noche. Lo prometo. Así que, mejor digo que al volver a mi entorno habitual, el de mi habitación en casa de mis padres, comprobé que el folio estaba escrito. Me sorprendió tanto que se me ocurrió la idea de quedarme con la máquina. Eva Remington, la máquina, había escrito mi experiencia textual.

Extraje el papel y leí.

Soy Eva Remington. Hoy te he conocido, Valero. Es un joven que viene del siglo XXI. Me dispongo a describir tu entrada.

Quizá te resultó extraño escribir en un teclado como el mío. Nada tiene que ver con tu PC. Tenías la mente en blanco. No sabías cómo meterme mano. Buscaste las letras con los ojos fijos en mi nombre “Remington” Colocaste tus dedos en posición de salida, pulsaste la ñ, tímidamente, luego la l, y nos conocimos así.

Percibió algo extraño al rozar mis teclas con los dedos. Tuve la sensación de que le gustó. Relajó las manos, abrió sus dedos en la posición correcta y aproveché el momento. Lancé mis armas seductoras hacia mi objetivo. Valero. Estudiante. Moreno de piel. Ojos negros. Mirada serena. Sonrisa permanente en sus labios. Él sintió unos puntos de calor mullido sobre mis teclas como la leve cosquilla de un despertar sin apremio. Cerré los ojos y aparecí en su imaginación, hermosa, sensual, desnuda. Se dejó llevar. Su mente besó mi cuerpo. Cada pulsión aceleraba el ritmo y el deseo de seguir, con más fuerza. Quiso parar el tiempo. Quiso vivir conmigo para siempre.

Lo llevé a buscar el punto y final de aquella experiencia. Lo encontró. Traspasó la meta, empujó hasta el fondo, su cuerpo estaba tenso, su corazón latía como caballo desbocado en la carrera ganada y salió de mi juego. Se dejó caer sobre la mesa, exhausto, respirando profundo.

Espero que vuelva a visitarme de nuevo.

Eva Remington. Año1869