Me puse a escribir en una tierra que no era la mía, y me sentí en casa por fin. La posibilidad remota de sentir semejante sensación encontraba respuestas en tus ojos, en aquellos del fondo, en los de las esquinas que se esconden en los puentes de París. Miles de opciones que mostrarte, pero solo una razón para poder quedarme en la superficie de alguna de ellas. Y observar. Pacientemente. Como mi alrededor toma una forma extraña; el día a día puede resultar abrumador, cansado, repetitivo, casi agónico… ¿por qué todo el mundo quiere cumplir las mismas expectativas o si más no parecidas? un trabajo, una familia y todo eso que te  viene a la cabeza. Todo a su debido tiempo, pero previamente planeado. ¿Y que hay de sentirse bien con uno mismo? No hay rutina para eso.

Porqué en Cuba aprendí que todo lo que nunca cambia es que nada cambia. Vi el sol esconderse en el desierto árabe y sentí como las cosas sí llegaban a su fin. Aunque al volver a casa pensé exactamente lo contrario. Hay cosas que nunca terminan. ¿Cómo no volverse loco con tantas posibilidades? En México decidí que moriría donde fuera pero a gusto conmigo misma.

Yo, que le temo al cambio de estación y enciendo la luz de la puerta a pesar de no esperar a nadie. Yo, que me he sentido tan perdida y a la vez tan parte de esta sociedad. No dejo de pensar en lo curioso que es el hecho en sí mismo, en lo diferentes que somos y lo que nos hace especial a cada uno de nosotros. Es por eso que ya no busco un lugar, que quizá planeo, pero esta vez desde arriba. No creo que tenga nada de malo: no sentarse esperar, pero tampoco vivir como se hace ahora, si es a eso lo que repercute el verbo, claro. Ni me subo ni me bajo del carro. Quizá no es el momento, aunque, ¿quién dice que el momento no sea este mismo que está pasando en este maldito instante? Ni lo sé ni lo sabes. De eso se trata, ¿o no?